Más tarde, con el tiempo, plantaremos un árbol. Así hablaba padre mientras hoyaba la tierra árida que rodea nuestra casa. Tras varios años de trabajo y paciencia, sólo consiguió ver brotar un pequeño jardín de rastrojos agostados.
Una mañana, encontré a padre sentado a pleno sol.
-Entre en casa –le dije-. No ve que hace demasiado bochorno.
-Ven. Siéntate. Aquí es donde dará sombra nuestro árbol.
No quise llevarle la contraria y me acomodé a su lado. Al momento, sentí el frescor del lugar. Se estaba realmente bien.
Recuerda a papá que baje la tapa, encárgate de que tu hermana deje la trampilla suelta y vigila que el abuelo apriete los muelles con fuerza.
Estoy segura de que di todas las instrucciones y sin embargo la caja no se abre, el agua ya me llega por la barbilla y yo empiezo a preguntarme si mi marido, el Mago Fredy, habrá encontrado el bigote falso del hombre bala entre nuestras sábanas.
Esta mañana he vuelto a encontrar la tapa del váter levantada, el tubo de pasta de dientes sin cerrar y un cartón de leche vacío en la nevera... No hay duda: te echo de menos.
A mí me empiezan a entrar dudas cada vez que tú revelas una convicción inamovible. Luego, si manifiesto mi certeza, tú vacilas desmoronando cada argumento. Así transcurre nuestra vida: cuando me muestro triste, te invade una algazara que rompe mi silencio; y en los momentos en que te encuentras exhausta, yo siento un rebrote de energía. Si me acerco, te alejas; si estoy saciado, tú tienes hambre; sí..., no... ¿No sé cómo podemos estar juntos?, te pregunto. ¿No sé cómo podríamos estar separados?, me respondes.
A mí me empiezan a entrar dudas cuando la respuesta es demasiado obvia. Entonces sé que alguien la dejó ahí para que no buscase más. No me conformo, desconfío de toda solución prefabricada y, si no consigo dar con un resultado que me satisfaga, apunto la pregunta y la guardo. De momento sólo tengo certeza de tres cosas, aunque me da miedo revisarlas no vaya a caer en el recelo absoluto.
Rutinariamente, intercambio sus pulseras identificativas. Entonces, el murciélago se convierte en una mariposa nocturna que vuela de estrella en estrella. La mariposa huye de la oscuridad desangrando a cada flor. El ruiseñor se dedica a traer niños desde París. Y los delfines aterrorizan a los bañistas de la costa. Luego, observo al mono que camina raro e intento aproximarme para robar el cordón de su muñeca. Lo protege como a su vida. Ayer me acerqué tanto que pude leer lo que lleva escrito. Dios.
Rutinariamente, intercambio sus pulseras identificativas. Al principio se trataba tan sólo de un juego: adoptar los movimientos, la personalidad del otro. Meterse en su vida. Experimentar, arriesgarse, llevar al límite. Conocer hasta dónde da de sí una relación. Interpretar.
Sin embargo, pasado el primer año comenzaron a olvidar su verdadera identidad. Ahora ya no saben si son un personaje o ellos mismos. Por eso cuidan cada palabra y evitan los enfrentamientos. Tienen miedo. Ha llegado el momento de introducir una nueva consiga.
¡Tachán! Dijo el mago mientras hundía una afilada y centelleante espada en la caja donde segundos antes se había introducido su bella ayudante.
A continuación se giró hacía nosotros. El gesto altivo, la sonrisa apenas un poco forzada, la mano izquierda apoyada contra la cadera, la derecha, triunfal, apuntando al cielo, en la espera de la majestuosa reaparición de su asistenta. Completamente ajeno, en definitiva, al reguero de líquido rojo y viscoso que, lentamente, a sus espaldas, se abría paso hacia sus zapatos de charol recién lustrados.
¡Tachán! Con un guiño, César abría la mano y de allí sacaba la sonrisa de Mariana. No la vuelvas a perder, decía. Entonces, a la niña se le iluminaban los ojos y movía negativamente la cabeza.
Sin embargo hay lugares donde la alegría se pierde con demasiada frecuencia, y hasta los hechizos más poderosos dejan de surtir efecto. Por eso hace dos semanas que, en el turno de patio, César está muy serio, como triste. Lo que sus compañeros no saben es que ha perfeccionado su truco. Ahora se arranca la sonrisa con los dedos y la cose con hilo mágico en la boca de la pequeña.
Papá solía morirse dos veces al día. La mayoría de las ocasiones pasaba por descuido o a causa de un acto reflejo completamente involuntario, como ocurrió con la mosca en la nuca. Otras fue algo inevitable: mamá tenía auténtica fobia a las arañas, y la abuela era alérgica a las abejas. Por suerte, luego todo cambió, y tras reencarnarse en gato, fue el consentido de la casa.
Papá solía morirse dos veces al día, y como la medicina convencional no le proporcionaba ningún beneficio, seguía falleciendo irrevocablemente, decidió buscar soluciones alternativas. Probó sin éxito la homeopatía, el ayurveda, la iridología, y un largo etcétera que no lograron sino reafirmar sus ganas de vivir. -Hay que ver cuánta fuerza de voluntad tienes –le solía decir el tío Miguel-. Cualquier otro en tu lugar ya habría intentado suicidarse.
Papá solía morirse dos veces al día. A veces incluso tres. Y eso que mi hermano y yo nos turnábamos, todo el rato, para vigilarlo. Pero él, al menor descuido, como un niño travieso, zas! Se quitaba la vida.
Era entonces cuando uno de los dos tenía que salir corriendo a pedir ayuda. Con tanta práctica llegamos a ser muy rápidos. A veces volvíamos antes incluso de que se hubiera muerto del todo.
En esos casos tocaba esperar, con paciencia, a que acaeciera la defunción. Era entonces cuando Él levantaba los brazos y con voz profunda pronunciaba: “Lázaro, pesado, levántate y anda!”
Y mi padre se levantaba, sonriendo y decía, “Jo, como mola”.
Obsesionado con la escritura, comenzó a confundir su realidad con la ficción. Incluso llegó al extremo de no atreverse a terminar ninguno de sus relatos por si en el punto final se escondía su propia muerte. Una mañana...
Le recomendaron un tratamiento de acupuntura para aliviar su problema de espalda, pero era tal su aversión a las agujas que decidió acudir a una santera vuduista.
Camina en círculo, con los pies descalzos, sintiendo el suelo. Me observa. Estudia el punto exacto donde dar el primer golpe. Los ojos fijos. Nada le distrae. Ahora soy yo quien le aparta de su vida... No. Ahora yo soy su vida.
Un bloque de mármol convertido en aire y respiración. Eso es lo que busca: mi aliento. Vaciar la piedra hasta mis labios y darme el alma. Recuperar la suya.
Para un segundo. Vacila. Lleva el cincel en la mano. Lo más complejo es el primer golpe... Y el último. Saber dónde acaba. El lugar preciso en el que la escultura se muestra desnuda, sin más capas.
Avanzan con paso firme hacia la puerta, unidos por la mano. Él, cariñoso, le regala un ligero apretón con su dedo índice. Ella, cómplice, le corresponde acariciándole suavemente la piel con su pulgar.
Al llegar al umbral, se detienen un instante. Han decidido que la ceremonia se desarrolle sin familiares ni amigos. Sólo ellos en un acto íntimo de elección personal.
Se giran el uno hacia el otro y se miran a los ojos. Se sonríen, seguros de su amor, y entran sin soltarse las manos en el moderno templo, seguros de que ese sentimiento bastará para salvar la prueba que a la están a punto de someterse.
Avanzan hacia la recepción sabiendose parte de un rito casi ancestral. Participado, muchas veces antes, por millones de parejas.
Al llegar a la tarima es ella la que coje la iniciativa y alarga la mano hacia el mostrador.
Algo brilla en sus ojos, un reflejo nuevo que provoca que él dude por un instante. Sin embargo se repone rápidamente y entran, siempre juntos, siempre de la mano, en IKEA.
Se conocieron un jueves a las doce del mediodía, justo a mitad de semana. “En el momento adecuado: ni demasiado pronto, ni demasiado tarde”, decía mi abuelo. María sonreía y callaba, sabía que se habían cruzado antes y, además, esa mañana lo había visto rondando junto a la huerta desde primera hora, cuando salió a echar de comer a las gallinas. Llovía y hacía un frío de mil demonios. “Aquel día tu abuela era el único sol”. Segundo llamó a la puerta a la hora exacta, se encontraba completamente empapado y tiritaba. Había ido a entregar una carta con las nuevas ordenanzas de la zona. Mi abuela le hizo pasar y lo sentó a la lumbre. Estaba preparando la comida: unas sopas de ajo con bollitos. Él la observó atentamente mientras ella batía los huevos mezclándolos con pan rallado, ajo y perejil, hasta formar una pasta densa que dividía en pequeñas porciones con una cuchara y luego doraba en aceite caliente. Al lado, en un fogón, bullía un caldo de tocino, puerro y ajo machado. María añadió los bollitos y los dejó cocer un poco. Después apartó una ración con el cazo y se la sirvió a mi abuelo. Jamás había probado nada tan sabroso. En ese momento, a Segundo se le quitó todo el frío de golpe y, a partir de aquel instante, sólo le regresaba en las raras ocasiones que debía separarse de mi abuela. Si alguna vez ella le hubiese faltado, él se habría ido congelando poco a poco. Hasta el día en que se conocieron, mi abuelo esperó todo lo que tenía que esperar en su vida y, desde entonces, se volvió un hombre impaciente. Pero a María no le importaba: ya guardaba ella suficiente calma por los dos. Y aunque a veces se quejaba: “Es que no puedes estar a gusto más de veinte minutos seguidos en el mismo sitio”, no lo hacía porque de verdad le molestase. A ella no le enoja nada, sólo rezonga un poco de vez en cuando para que la vida no piense que le sobran cosas y empiece a quitarle alguna. Mis abuelos se casaron en 1949, en Ciudad Rodrigo, y se fueron a vivir a Salamanca donde, 30 años después, nacería yo, heredando la sonrisa de mi abuela, el calor de mi abuelo, y la paciencia e impaciencia de ambos.
Desde aquél fatídico beso lleva cosidos treinta jerséis, catorce blusas y cuarenta y tres pares de calcetines. Sin embargo, y pese a los precedentes que atesora, la alta costura no ha conseguido, aún, solucionar su problema.
Lo ha intentado jugando a los dardos en las más peligrosas situaciones. Tuertos, virojos, enfermos de cataratas, hombres sin equilibrio e incluso dos ciegos han sido algunos de sus compañeros de partida. Como única recompensa tres arañazos, dos moratones, algún buen enfado y, eso sí, un trofeo que la acredita como campeona, indiscutible, del reino.
Es ya una adicta a la acupuntura, día sí día no recurre a un especialista en la materia. Gracias a ello mantiene un cutis limpio y terso, una espalda sin ninguna contractura y hace años que no sufre de jaquecas. Sin embargo, ni con todos los pinchazos, ha conseguido esbozar un solo bostezo.
En definitiva, de ninguna de las maneras imaginadas, la antaño somnolienta bella durmiente ha conseguido, en todos estos años, librarse del pelma y cursi príncipe azul.
Ilustración regalada (regalazo) por Citlalinushka de http://citlalindedibujo.blogspot.com/
La carne rebozada fría no vale nada, le explicamos al camarero cuando nos negamos a abonar el precio del segundo plato. Pidió que esperásemos un minuto, y fue a hablar con el maître el cual, a su vez, avisó al cocinero. Éste, por su parte, llamó al proveedor, quien se puso en contacto con el transportista para que fuese a buscar al ganadero y, así, traer a Florinda la vaca, madre del ternero sacrificado. Cuando vimos su rostro afligido al entrar en el restaurante sacamos rápidamente la billetera... Y hasta dejamos una generosa propina.
Pedro, el oculista, ha salido corriendo sin dar ninguna explicación. Como cada martes, la sala de espera está abarrotada de ancianos, pendientes de cirugía de cataratas, que observan cómo la figura blanca del doctor atraviesa la estancia a toda prisa.
-Perdonen –pregunta el paciente que acababa de entrar, asomándose por la puerta de la consulta-. ¿Saben si tardará mucho en volver?
-No se preocupe, joven –le responde una viejecilla-. Habrá tenido alguna urgencia.
Y, dando las gracias, el cíclope vuelve a entrar en la habitación.
Pedro, el oculista, ha salido corriendo, dejando a su mujer entre las sábanas, somnolienta y confundida.
Son las siete y cuarenta y cinco de la mañana y hace diez minutos que se ha dado cuenta de que se ha equivocado en un diagnóstico. Y si no encuentraa tiempo a Luis, su paciente, el desenlace puede ser fatal.
Su única ayuda es saber que vestirá de rojo y blanco. Aunque duda que eso vaya a ser de gran ayuda.
-Hace ya tiempo que aquí nadie cree en los milagros. La voz lánguida del monje disuade, a los pocos peregrinos llegados hasta el umbral del santuario, de cruzar el viejo portón de madera. Cada vez son menos los enfermos que se aventuran, a través de las montañas de Kulun, para encontrar aquel lugar sanador. Y quienes lo consiguen regresan abatidos sin haber visto siquiera el interior del templo. -Abra –dice el joven tullido. -¡Váyase! No malgaste su tiempo. Ya no creemos en las curaciones. -Pero yo sí. Y antes de entrar, comienza su recuperación.
Sin ningún recuerdo, sentado en el asiento trasero de un anónimo taxi, el anciano se dirige a la estación de trenes. Asustado, tiene la esperanza de que allí, entre el bullicio de gente, será capaz de encontrar un rostro conocido.
Un rostro en el que reconocer su propia vida. Un rostro en el que reconocerse a sí mismo.
Antes de arrancar, Jesús mira durante unos segundos el rostro del anciano al que acaba de encontrar deambulando por la calle. Cuando nota que éste comienza a impacientarse, arranca el motor.
Toma una dirección contraria a la de la estación de trenes.
Durante toda la carrera el anciano no deja de mirar, sin reconocerla, la ciudad en la que ha vivido los últimos cuarenta años. El taxista, por su parte, ya no vuelve a mirar al pasajero en todo el viaje.
Conduce con los ojos fijos en el frente. No quiere que las lágrimas empañen su mirada mientras devuelve a su padre a la residencia de ancianos.
Por favor, sea breve, dijo consultando su lujoso reloj de bolsillo. Siempre el mismo gesto, las mismas palabras para asegurarse de que nadie le robaba ni uno solo de sus preciados minutos.
Pero ella no venía a quitarle tiempo sino a regalarle la eternidad.
Como cada mañana al despuntar el alba Dios, omnipotente, hace a la manzana, único fruto prohibido del Edén, un poco más grande, un tanto más roja, un grado más apetecible. Después se sienta a esperar, con la esperanza ciega de que, de una vez, el curso de la historia dé comienzo.
Ajenos a todo, a los pies del árbol, Adán y Eva, recién descubiertos sus cuerpos, sólo tienen tiempo para amarse.
Comenzó a quitarle capas a su Odio. Quería saber, llegar hasta el origen de aquel sentimiento que lo abrasaba. Necesitaba conocer el momento exacto de su concepción. Por eso fue mordiendo, arañando, desgarrando cada velo, descubriendo cada máscara. Conoció todas las formas de su ira. Sangró, gritó, se rebeló. Y en lo más profundo de su rabia, con un exiguo latido apenas capaz de darle vida, distinguió al Amor.
No dije que lo sabía. Dije muchas otras cosas, la mayoría invenciones. Imaginaba lo que ellos querían oír, y yo se lo contaba. Era más fácil. Creerlo, digo. Era más fácil de creer que la verdad. Hasta yo mismo llegué a convencerme de que había ocurrido así. Porque lo cierto, en algunos casos, no lo quiere saber nadie.
No dije que lo sabía cuando el profesor preguntó por el resultado del problema. Si eres un empollón despídete de jugar al fútbol. Como mi amigo Rodolfo: sólo le dejan ponerse de portero, y lleva ya cuatro gafas rotas. De tanto balonazo en la cabeza lo vais a dejar tonto, me dijo un día su madre.
Hoy, al bajar al patio, me confesó que su sueño es ser delantero. Empieza el partido, salgo corriendo y me quedo solo frente a su portería. Es el momento. Levanto el pie y, con todas mis fuerzas, apunto directo a su cara. A ver si de una vez por todas deja de levantar la mano en clase.
Cuando por fin se siente lo suficientemente lejos mira a su alrededor. Ni rastro de amigos ni enemigos. Ni jefes, ni compañeros. Ni esposas ni amantes.
Ni rastro de su vida pasada.
Relajado, por vez primera en muchos meses, deja que una sonrisa comience a cruzar su rostro. Justo en ese momento su mueca se congela al darse cuenta de que su huida es incompleta.
Hasta que decidimos volver a colgarla en la pared del garaje, se convirtió en los cordones de las botas de un temible gigante. Gracias a ellos, conseguimos escapar de su guarida y descender por los acantilados del fin del mundo. Allí, en el arrecife de los dragones, se transformó en las riendas del más grande, el cual, tras lanzar una bocanada de fuego, salió volando rumbo a casa para aterrizar justo a la hora en que comenzaba su programa favorito. Y entonces, la manguera volvió a ser una triste y simple manguera.
Mañana va a llover, comenta el hombre del tiempo. Madre se levanta y comienza a sacar las cosas de la mochila. Me quedé sin excursión. Siempre pasa lo mismo: no vaya a ser que me moje o coja frío. Igual lo que teme es que me divierta. No es justo. Odio la meteorología, los telediarios, los mapas llenos de nubes. Me levanto, y voy corriendo a llorar en la alacena rodeado de botes de conserva que dicen: “Conservar en un sitio fresco y seco”.
-Mañana va a llover. -¡Anda ya! -Lo ha dicho el hombre del tiempo. -Pero si teníamos el fin de semana libre. ¿No habíamos quedado que iba a hacer sol? -Pues al parecer entra una borrasca desde el atlántico. -Borrascas, borrascas... Cuándo nos van a dar un respiro. Llevamos todo el invierno sin parar, no hay derecho. -Ya te digo. El caso es que hay que cargarse otra vez de agua. -Y luego dirán que es fácil ser nube.
El futuro, prisionero de su esfera, decidió vengarse de la adivina augurándole una horrible muerte al salir del pequeño cubículo donde se encontraba. Desde entonces, ambos comparten celda.
Franz Bichsel, mentor de Köhler en sus primeros ensayos con primates, realizó estudios en paralelo cuyos resultados nunca llegaron a publicarse. Para sus experimentos sobre la capacidad de aprendizaje y de resolución de problemas, enfrentó a diversas especies de grandes simios a jeroglíficos ordenados en grados ascendentes de dificultad. La Universidad de Frankfurt canceló el proyecto cuando sólo contaba con un año. Un error metodológico había echado por tierra toda la investigación. Al parecer, algunos problemas estaban mal planteados y obtenían, repetidamente, la misma respuesta fallida por parte de todos y cada uno de los antropoides. Bichsel se negó rotundamente a modificar dichas pruebas, alegando que era necesario un análisis más exhaustivo de las mismas para establecer conclusiones. Finalmente el departamento de Neurofisiología Comparada cerró su laboratorio. Franz no volvió a trabajar y pasó el resto de su vida sumido en sus pensamientos. Años después, justo antes de morir, cogió a su mujer de la mano y dijo: “¿Y si ellos estaban en lo cierto?” Todos los allí presentes lo interpretaron como su retractación pero, de nuevo, se equivocaron.
Toda su existencia la había dedicado a robarle tiempo al tiempo, a detenerlo con sus manos y modelar un instante. En eso consistía su técnica, en captar la belleza de la vida que contiene una fracción de segundo, y mantenerla durante toda la eternidad. Fue así como se rompió el mecanismo de su reloj. Año tras año, el tiempo le fue quedando cada vez más grande, hasta convertirse en una frazada incómoda que le impedía moverse sin tropezar con los pliegues de días redundantes.
Una tarde, sentado frente a su mesa de trabajo, abrió el estuche de disección como había hecho en tantas otras ocasiones. Había decidido ceñirse el tiempo como una segunda piel. Ni siquiera vaciló antes de coger el escalpelo. Aunque sus manos ya no conservaban la destreza de su juventud, el pulso seguía igual de firme. Lo más delicado era saber dónde realizar la incisión. Comenzó limpiando las horas de espera inútil y aplicó pequeños cortes en distintos espacios. A pesar de que habían ido aumentando con la edad aún no era suficiente. Eliminó, entonces, los momentos de sueño que habían transformado la noche en un insomnio de negrura y silencio. Y, finalmente, acabó rasgando con las uñas días enteros de soledad. Luego utilizó las lágrimas de todas las pérdidas, de todos los miedos, de todas las heridas, para salar la pieza y humedecer los bordes. Una vez seca y preparada, enhebró la aguja y dio la primera puntada a la altura de la muñeca. Fue un trabajo complejo ya que, por primera vez, necesitó hacer hemostasia para que no se llenase todo de sangre.
Al terminar, se colocó delante del espejo comprobando el resultado. Apenas pudo tomar la última bocanada de aire y, con una mueca en los labios, reconocer su mortaja.
El hada estresada se confundió, y en vez de: “Qué príncipe más encantador”, dijo: “Qué príncipe más encantado”. Desde entonces, todos los ligues le salen rana, al pobre.
No te entretengas y vuelve directo a casa, dice madre.
No importa. Ya buscaré una excusa. Siempre las hay. Si no, la miro en silencio, sin parpadear, y espero. En seguida da media vuelta y sigue con sus faenas. Le incomodan mis ojos callados. Quizás le recuerdan a los de padre.
Lo veo al salir de la tienda. Es diferente a los demás. No sé muy bien por qué me fijo en ese hombre pero lo hago, y comienzo a seguirle. Me atrae su paso tranquilo, el gesto risueño. Me gusta su pelo alborotado. Quizás es esa extraña familiaridad la que me invita a acercarme.
De pronto, el viento cambia de dirección empujando el humo de su pipa hacia mi cara. Es un aroma acre con un toque de cerezas negras. Se me humedecen los ojos. Es por el aire, me digo.
Llego tarde pero no pregunta, está muy callada, demasiado. Yo tampoco tengo ganas de hablar. Dejo la bolsa en la cocina y me voy a mi cuarto. Escalo por la estantería hasta alcanzar una vieja caja de latón. Juego con ella entre mis manos y, finalmente, la abro. Allí guardo sus cosas, restos del naufragio de un barco que nunca conocí. Cojo el pañuelo..., un toque de cerezas negras... Mis ojos vuelven a humedecerse, pero esta vez no hay aire.
-¡Imbécil! -¡Estúpido! -¡Gilipollas! -¡Idiota! -¡Pamemo! -¡Eso no existe, Matías! Has perdido. -Anda que no. Pregúntaselo a tu padre. -Sí claro. Y que me castigue sin ver la tele una semana por decir palabrotas. -Entonces, ¿sigues o te das por vencido? -Sigo, sigo... ¡Imbécil! -Ésa ya la dije. Te gané otra vez, Javi . -No vale. Estaba despistado... -Pues la próxima pon más atención. ¿Unas canicas? -¡Claro!
(Dos horas más tarde, al entrar Javi en casa.) -¡Mamaaaa!, ya llegué... -¿Qué tal en el colegio? -¡Bien! La profe nos ha mandado comprar un diccionario. Dice que es importantísimo aprender nuevas palabras.
Si salía corriendo, echaba la basura en el contenedor y volvía al portal sin perder ni un segundo, la luz seguía encendida. Lo tenía todo calculado.
Aquella noche se me desató la zapatilla. Fue un instante, hacer un nudo. Pero al llegar la entrada estaba a oscuras. Tragué saliva y, mientras me acercaba al interruptor, sentí un susurro a mi espalda. Elige: tu hermana o tú.
Al día siguiente fui al baño después de cenar. No había otra salida. Vomité. Mi madre me puso su mano en la frente. No tenía fiebre pero me quedé en la cama.
-Entonces es martes, seguro, por lógica. Si se fija en las uñas de la enfermera, verá restos de la manicura que se hizo para acudir el sábado a alguna fiesta. Por otro lado, no escuché el camión de la lavandería, que viene lunes y miércoles. Para concluir, tiene usted, en la solapa, migas del bizcocho de nueces de la pastelería París, y los jueves por la mañana permanece cerrada por descanso. Entonces...
-Elemental, querido amigo, elemental –respondo mientras doblo el periódico para evitar que el viejo detective, quien apenas recuerda mi nombre, vea la fecha y se dé cuenta de su error.
Llegó por la mañana, a última hora, justo antes de los preparativos para la comida.La trajeron dos hombres vestidos de gris. Aunque hubiésemos vivido en un décimo piso sin ascensor, uno habría bastado. No para ella. Hicieron falta dos porteadores enfundados en monos de trabajo con grandes letras plateadas a la espalda que rezaban: ANTIGÜEDADES MATUSALÉN. Todo con mayúsculas.
-Florence. Mademoiselle Florence.
Así dijo llamarse. Una silla de caoba de finales del XIX, con finísimas incrustaciones en palisandro. Una auténtica obra de arte, se quejaba constantemente, rodeada de palurdos con corazón de aglomerado. Y ese era el insulto más suave. Según ella, todo estaba mal: la temperatura, la intensidad de la luz, la humedad ambiente... ¡Qué silla tan malcriada e insoportable! Era preciso pararle las patas.
La idea se le ocurrió a la mesa del saloncito verde. No lo digo por culpar a nadie, sino como reconocimiento a nuestra salvadora. El plan era arriesgado. Alguno de nosotros podía resultar herido pero no nos importó.
Al conde le gustaba sentarse en Florence después de las comidas y paladear una copa de brandy mientras fumaba un purito. Amaba el buen comer. Su prominente barriga lo demostraba. Decidimos atacar por ahí. Las bandejas dieron orden en la cocina de preparar los más suculentos platos. Guisos contundentes, pescados con salsas exquisitas y pasteles interminables se sucedían día tras día llenando todas las dependencias de la mansión con aromas irresistibles.
Tres meses después, el conde había aumentado cuatro tallas de pantalón y se movía con dificultad. Temimos por la salud de nuestro dueño, por eso nos dimos un ultimátum: si en el próximo almuerzo no lográbamos nuestro objetivo, asumiríamos la derrota.
Fue una auténtica fiesta. El salón brillaba como nunca. Utilizamos la vajilla reservada para ocasiones especiales. El conde estaba encantado. Al acabar, tomó su copa y se acercó hasta Florence. Se dejó caer exhausto por el banquete. Todos escuchamos crujir la madera. Las juntas estaban ya sueltas y no resistieron. Una de las patas se quebró. Por un momento nos sentimos culpables. No duró mucho. La chirriante voz de aquella silla presumida comenzó a lanzar improperios. Se acordó de los antepasados de cada mueble. Nadie la escuchó, estábamos demasiado ocupados en celebrar nuestra victoria.
Era sólo una niña cuando entré a servir en el templo de la diosa Tique. Una horda de jinetes había arrasado el valle asesinando a mi familia. Fui la única superviviente. Anduve sin rumbo hasta caer extenuada en medio de ninguna parte. Ni siquiera sé quién me recogió. Los años pasaron secando mis lágrimas hasta hacerme sentir los párpados como lijas. Durante ese tiempo, mis labios dieron gracias a la fortuna con cánticos y oraciones; mientras mi corazón pedía venganza al destino. Un día, mi súplica fue escuchada. -Matadlo –me dijeron-. Ofrecédselo a la diosa. Los jinetes habían vuelto a saquear nuestras tierras. Uno de ellos había caído prisionero, ahora estaba en mis manos. Dejé pasar la noche. Cuando despuntó el alba ya tenía decidido que esta vez el sacrificio no sería para Tique sino para mí. Me acerqué hasta donde yacía el joven y corté la cuerda que sujetaba sus piernas. -Levántate –ordené-. Vas a llevarme adonde vives. Caminamos durante días descansando apenas unas horas cada noche. Al atardecer de la última jornada vimos su poblado desde un alto. Me coloqué delante de él sujetando el puñal. Quería que viese mis ojos, mi dolor. -Rompo tu odio –grité-. Rompo el odio de tus hijos, y el de los hijos de tus hijos... Ni siquiera tuve fuerzas para decirle que era libre. Comencé a llorar. Aquel sacrificio me había lacerado el alma, devolviéndome las lágrimas. Sabía que esa era la única oblación posible: una ofrenda a la vida.
De preocuparse en vez de ocuparse de las cosas... Así estaba hecho: formado por todas las opciones que nunca tendrían lugar; alternativas mejores a la tomada.
Por esa razón no vivió hasta el momento en el que no hubo disyuntiva. El último instante.
Miró en todos los bolsillos pero nada, no había rastro de ellas. Estaba convencido de llevarlas encima cuando salió. Además, se aseguró de dejar bien cerrada la cancela. Menudo contratiempo, ahora resultaba completamente imposible volver a entrar. Y lo peor: no había en el mundo nadie capaz de forzar aquella puerta.
No tardó mucho en aburrirse de la búsqueda. Ya aparecerán, pensó. Así pues,colocándose el sombrero, el diablo decidió hacer de las suyas.