jueves, 28 de febrero de 2013

Sobre el amor en un tren



En el AVE el amor va mucho más rápido. Puede darse el caso de que en Ciudad Real se vea por vez primera a una mujer y a la altura de Puertollano ya se esté completamente enamorado de ella. En un tren convencional, en ese periodo, no se hubiera pasado ni del primer término municipal.

Va tan rápido el amor que es muy normal que las parejas que allí se forman no sepan muy bien en que provincia se conocieron. Es un hecho contrastado y demostrable. Lo sé porque en el noventa y cuatro una pareja perdió un apartamento en plena sierra de Madrid en un concurso de la tele que yo estaba viendo. Aún lo tengo grabado.

Además, en él se crean entre los más fuertes amores que jamás se hayan conocido. Es pura física, la culpa es de la inercia. Y es que, aunque Cupido lanza sus flechas a la misma velocidad que en cualquier otro lugar, el impacto a trescientos kilómetros por hora es mucho mayor, y eso, a la larga (y a veces a la corta), se nota mucho.

Como contrapunto, existe un cincuenta por ciento de posibilidades que el amor de tu vida pase de largo cuando te lo cruzas en el AVE. Y es que, si Cupido lanza su flecha tratando de alcanzar al tren, puedes dar cualquier encuentro por perdido. El proyectil está condenado a caer al suelo sin alcanzar su objetivo. Consiguiendo, como mucho, que algún escarabajo  pelotero se vuelva loco de amor con el balasto que sostiene las vías.

Creo que eso es lo que me está pasando ahora mismo. Te miro, sentada a mi lado y sé que eres perfecta. Me miras y sé que yo también puedo hacerte completamente feliz. Lo sé con la misma seguridad con la que soy consciente de que ni el más mínimo sentimiento asoma en ninguno de los dos. Ni en ti, ni en mí.

Menos mal que tengo un plan. Sólo necesito que tengas que levantarte un momento de tu asiento. Un minuto será suficiente. En cuanto te vayas me agacharé, revisaré a hurtadillas en tu bolso y buscaré los datos de tu billete de vuelta. De esta manera, será esta tarde cuando la flecha nos alcance a 300 kilómetros por hora y no tengamos más remedio que, juntos, ser felices para siempre.
Por cierto, perdona que te insista, ¿quieres otro refresco?


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La última palabra

Gonzalo Barriuso comenzó a madrugar justo después de jubilarse. Hasta entonces, siempre había rezongado cuando sus obligaciones le forzaban a levantarse pronto. Sin embargo, la ociosidad le descubrió uno de los mayores placeres de la vida: los crucigramas.
Le encantaba entrar en la cafetería situada debajo de su casa, y resolver el pasatiempo del periódico. Su mejor marca era de siete minutos y quince segundos. No se le resistía ninguno: primero las horizontales y luego las verticales. Siempre en ese orden. Después, guardaba el paquetito de azúcar, que nunca usaba, en su bolsillo derecho, sacaba un monedero de piel de su bolsillo izquierdo, pagaba la cuenta, y seguía su ruta. Es necesario añadir que su satisfacción se colmaba solo cuando descubría crucigramas incompletos en otros bares. Profería, entonces, unos grititos de felicidad, disimulados por una tos falsa.
Una mañana, Gonzalo Barriuso tuvo que pedir un segundo cortado mientras escudriñaba nervioso la definición del ocho vertical. A primera vista era sencilla, sin embargo no encontraba ningún sinónimo concordante para las casillas y letras ya existentes. Cuando iba por el sexto café se dio por vencido. Ni siquiera se atrevió a entrar en otra cafetería por temor a descubrir alguno completamente resuelto. Habría sido demasiado humillante.
Al día siguiente, el diario publicó la fe de erratas del crucigrama, pero Gonzalo Barriuso nunca lo supo, pues ya había recuperado su antigua costumbre de remolonear en la cama. A caballo viejo, se dijo, no le cambies el camino.

NiñoCactus