Si me ponía los zapatos azules, sentía el chapoteo de los charcos al saltar, las cosquillas del riachuelo al balancearme en el columpio y la fuerza de las olas cuando corría para no llegar tarde a clase.
Los zapatos azules eran caracolas, palo de lluvia o copas cantarinas al irme a la cama. Luego se quedaban dormidos y se volvían arrullo de mar.
Un día me castigaron de cara a la pared. Los zapatos azules se congelaron, mis pies parecían dos témpanos de hielo. Me costó caminar de vuelta a casa. Lo hice despacio.
Otro día José me regaló una margarita, y los zapatos se sumergieron en un lago de felicidad.
Ayer, por primera vez, sentí los pies secos al llevar mis zapatos azules. Me senté en un banco para observarlos bien. Lo que imaginaba: se les han hecho agujeros en las suelas.