
Un honor poder colaborar con Inés Vilpi
Margarita Chicaiza procedía de una familia noble venida a menos. Al morir el padre, tan sólo le quedaba ya la vieja mansión de la colina, y éste la había dividido entre sus dieciocho hijos.
Al hermano mayor le correspondió el salón de festejos, adornado con lámparas de fino cristal y cuadros de gran valor. Al segundo descendiente le tocó el comedor, con la enorme mesa de caoba y los candelabros de oro. El tercero sonrió cuando supo que había heredado la biblioteca, llena de volúmenes originales de un precio incalculable. Poco a poco se fueron acabando las habitaciones, y cuando le llegó el turno a Margarita, la más pequeña de todos, tan sólo quedaba la puerta de atrás.
–¡Qué suerte he tenido! –pensó ella, mientras el resto discutía sobre aquel reparto injusto–. He recibido la entrada que siempre me condujo a mis juegos.
NiñoCactus
La que siempre lucía antes de que los bombardeos acabasen con él; la que, generación tras generación, había devuelto los marineros a tierra, a los brazos de sus mujeres y amantes... La luz que recordaba dónde hallar el pueblo cuando la noche convertía la mar en un abismo.
Dicen las mujeres que, desde que destruyeron el faro, ningún hombre de la aldea volvió a enamorarse por temor a no encontrar un día el camino de vuelta. Las relaciones se volvieron mecánicas, aprendidas, con el cariño justo para vivir cómodos sin echar de menos... Y nadie se quejaba porque así tenía que ser. Ni siquiera Carmen, que, en silencio, encendía cada noche una tea en su ventana.
NiñoCactus