En las tabernas que rodean al milenario puerto ateniense de Plaka hay una costumbre que no se ha perdido con el transcurrir de los siglos. Al igual que los antiguos griegos, aún hoy los marineros se suelen juntar alrededor de una botella de vino barato para contar viejas historias que versan sobre un mar que nació mucho antes de que los primeros hombres soñaran con la posibilidad de surcarlo.
Entre todas las leyendas que allí se cuentan hay una que logra que hasta los más bravos marineros callen y escuchen con la mayor atención. Hombres con tatuajes y rostros curtidos durante unos minutos parecen volvieran a ser niños escuchando, embobados, a sus abuelos al calor de una chimenea.
Es la historia de una de las miles de islas que salpican las aguas del mar Adriático. Una isla especial, pues sus formas recuerdan, a los pocos que la han visto, a la silueta de una gigantesca tortuga de mar.
Este trozo de tierra en medio del mar no figura en ningún mapa. La razón por la que no aparece en ningún plano es porque nunca dos personas la han situado en el mismo punto. Algunos aseguran haberla avistado entre las islas de Mikonos y Naxos. Otros, sin embargo, dicen haberla visto cerca del reguero de islas volcánicas con forma de media luna de Thira, las islas de las cúpulas del color del cielo.
Sin embargo hay un punto en común en todas las narraciones: la isla siempre ha sido avistada en la última hora del día, cuando el sol se acerca a la línea del horizonte En ese instante mágico en el que la naturaleza pierde la cabeza, los colores se vuelven juguetones y el mar deja de ser azul para adoptar el color del astro rey.
La leyenda que rodea a esta misteriosa isla se ha trasmitido de boca en boca durante siglos. Data de los tiempos más remotos, mucho antes de la llegada, traídos desde Asia Menor y Oriente Medio, de los dioses mitológicos del Olimpo. Cuando los hombres de aquellas islas aún adoraban al matrimonio del Dios Sol y de la Diosa Tierra.
Cuenta la leyenda que en esa época habitaba en una pequeña aldea de pescadores de nombre ya olvidado una muchacha nacida con un don que nunca antes se había dado y que no se volverá a repetir. Tenía unos brillantes ojos de un verde profundo, del color exacto del musgo. Con estos ojos podía mirar directamente, sin cegarse, al Dios Sol.
Y así un día ocurrió que mientras el Astro Rey cerraba un nuevo día cruzó su mirada con la de esta muchacha, que desde la orilla de una pequeña isla, osaba mirarle directamente. Y aquel Dios antiguo, que tantas veces había visto ojos humanos, percibió, por vez primera, una mirada. Y ante aquella mirada, ocurrió lo que nunca había sucedido y nunca volverá a ocurrir. Un Dios se enamoró de una humana.
A partir de entonces los dos enamorados siempre se juntaban en la última hora del día, cuando ella se acercaba a la orilla y Él bajaba hasta las aguas. Y en esas horas, el Dios, loco de amor, jugaba con los colores, transformando los azules del mar en naranja, pintando las nubes de rojo y regalando a esos ojos del color del musgo, los atardeceres más bellos que jamás haya vislumbrado un ser humano.
Lamentablemente, este amor despertó los celos de la Diosa Tierra que, despechada y olvidada por su marido, tramó una terrible venganza sobre la muchacha.
Así una noche, mientras su marido dormía, ella se acercó a la casa de la muchacha, despertándola con una canción. La mujer, desperada por una voz increiblemente bella salió de su casa, siguiendo la tierna melodía hasta la orilla del mar. Allí, a la vista de nadie, la Diosa realizó un horrible conjuro que deshizo la belleza de la mujer, transformándola, para siempre, en una gigantesca tortuga marina de longevidad milenaria.
Sin embargo ni el poder de la Diosa Tierra bastó para eliminar el don de la muchacha, que aún hoy, convertida en tortuga, mantiene la misma mágica mirada verde.
Han transcurrido incontables siglos desde entonces y el Dios Sol sigue enamorado de ella. Por eso, en la última hora del día, allá donde se encuentre, la mujer en su piel de tortuga sube a la superficie del mar buscando el contacto con su amado y éste baja desde el cielo, hasta tocar las aguas del Adriático, para encontrarla.
En ese breve y último instante del día los dos amantes se encuentran, unen sus cuerpos y se despiden hasta el día siguiente, creando, en su abrazo, los atardeceres más hermosos que jamás un ser humano haya podido contemplar.
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