El circo resumía nuestra única ventana al mundo: la manera de descubrir personajes extraordinarios y animales imposibles. Aquellos carromatos se pasaban todo el año viajando por los lugares más recónditos del planeta y, desde allí, traían las maravillas encontradas a nuestro pequeño pueblo.
Recuerdo el desfile de aquel verano, era mediodía y el sol pegaba fuerte. Mis hermanos vociferaban locos de alegría, y Andrés, el más pequeño, a quien yo llevaba a la espalda, aplaudía con todas sus fuerzas. Entonces lo vimos, un cartel pintado con grandes letras rojas donde podía leerse: “Ven a conocer al fabuloso Hombre Unicornio”.
Andrés se quedó inmóvil.
-¡Los unicornios! –me gritó al oído-. Seguro que él puede.
Pero nosotros no teníamos dinero para la entrada. Ni juntando los ahorros de los cinco conseguíamos sumar lo suficiente para pagar una.
-Tranquilo –le dije-, yo iré a buscarlo. Hablaré con él, y encontraré el modo de traerlo a casa.
Después de la función de tarde me escurrí dentro del campamento. Encontré al Hombre Unicornio en medio del establo, dando de comer a los caballos. Había algo de irreal en la escena, como si aquel hombre no fuese hombre ni los caballos simples monturas. Y justo cuando me disponía a salir de mi escondite, vi cómo se llevaba las manos a la cabeza, y de un golpe seco se quitaba el cuerno que coronaba su frente para apoyarlo en la cabeza de uno de los animales mientras reía. No podía creerlo: se trataba de una farsa, de una maldita mentira.
Al llegar a casa no le conté la verdad. No pude hacerlo. Mi hermano me esperaba en la puerta, sentado en su silla de ruedas.
-¿Vendrá?
-Esta vez no –le contesté-. Todavía no tiene suficiente poder, pero el próximo año regresará con toda su magia, y tú volverás a caminar.
Él nunca me reprochó aquella mentira. Al menos, le proporcionó el tiempo suficiente para comprender que los unicornios no existen.
NiñoCactus