Hasta que decidimos volver a colgarla en la pared del garaje, se convirtió en los cordones de las botas de un temible gigante. Gracias a ellos, conseguimos escapar de su guarida y descender por los acantilados del fin del mundo. Allí, en el arrecife de los dragones, se transformó en las riendas del más grande, el cual, tras lanzar una bocanada de fuego, salió volando rumbo a casa para aterrizar justo a la hora en que comenzaba su programa favorito. Y entonces, la manguera volvió a ser una triste y simple manguera.
Mañana va a llover, comenta el hombre del tiempo. Madre se levanta y comienza a sacar las cosas de la mochila. Me quedé sin excursión. Siempre pasa lo mismo: no vaya a ser que me moje o coja frío. Igual lo que teme es que me divierta. No es justo. Odio la meteorología, los telediarios, los mapas llenos de nubes. Me levanto, y voy corriendo a llorar en la alacena rodeado de botes de conserva que dicen: “Conservar en un sitio fresco y seco”.
-Mañana va a llover. -¡Anda ya! -Lo ha dicho el hombre del tiempo. -Pero si teníamos el fin de semana libre. ¿No habíamos quedado que iba a hacer sol? -Pues al parecer entra una borrasca desde el atlántico. -Borrascas, borrascas... Cuándo nos van a dar un respiro. Llevamos todo el invierno sin parar, no hay derecho. -Ya te digo. El caso es que hay que cargarse otra vez de agua. -Y luego dirán que es fácil ser nube.
El futuro, prisionero de su esfera, decidió vengarse de la adivina augurándole una horrible muerte al salir del pequeño cubículo donde se encontraba. Desde entonces, ambos comparten celda.
Franz Bichsel, mentor de Köhler en sus primeros ensayos con primates, realizó estudios en paralelo cuyos resultados nunca llegaron a publicarse. Para sus experimentos sobre la capacidad de aprendizaje y de resolución de problemas, enfrentó a diversas especies de grandes simios a jeroglíficos ordenados en grados ascendentes de dificultad. La Universidad de Frankfurt canceló el proyecto cuando sólo contaba con un año. Un error metodológico había echado por tierra toda la investigación. Al parecer, algunos problemas estaban mal planteados y obtenían, repetidamente, la misma respuesta fallida por parte de todos y cada uno de los antropoides. Bichsel se negó rotundamente a modificar dichas pruebas, alegando que era necesario un análisis más exhaustivo de las mismas para establecer conclusiones. Finalmente el departamento de Neurofisiología Comparada cerró su laboratorio. Franz no volvió a trabajar y pasó el resto de su vida sumido en sus pensamientos. Años después, justo antes de morir, cogió a su mujer de la mano y dijo: “¿Y si ellos estaban en lo cierto?” Todos los allí presentes lo interpretaron como su retractación pero, de nuevo, se equivocaron.
Toda su existencia la había dedicado a robarle tiempo al tiempo, a detenerlo con sus manos y modelar un instante. En eso consistía su técnica, en captar la belleza de la vida que contiene una fracción de segundo, y mantenerla durante toda la eternidad. Fue así como se rompió el mecanismo de su reloj. Año tras año, el tiempo le fue quedando cada vez más grande, hasta convertirse en una frazada incómoda que le impedía moverse sin tropezar con los pliegues de días redundantes.
Una tarde, sentado frente a su mesa de trabajo, abrió el estuche de disección como había hecho en tantas otras ocasiones. Había decidido ceñirse el tiempo como una segunda piel. Ni siquiera vaciló antes de coger el escalpelo. Aunque sus manos ya no conservaban la destreza de su juventud, el pulso seguía igual de firme. Lo más delicado era saber dónde realizar la incisión. Comenzó limpiando las horas de espera inútil y aplicó pequeños cortes en distintos espacios. A pesar de que habían ido aumentando con la edad aún no era suficiente. Eliminó, entonces, los momentos de sueño que habían transformado la noche en un insomnio de negrura y silencio. Y, finalmente, acabó rasgando con las uñas días enteros de soledad. Luego utilizó las lágrimas de todas las pérdidas, de todos los miedos, de todas las heridas, para salar la pieza y humedecer los bordes. Una vez seca y preparada, enhebró la aguja y dio la primera puntada a la altura de la muñeca. Fue un trabajo complejo ya que, por primera vez, necesitó hacer hemostasia para que no se llenase todo de sangre.
Al terminar, se colocó delante del espejo comprobando el resultado. Apenas pudo tomar la última bocanada de aire y, con una mueca en los labios, reconocer su mortaja.