—Tiene el mar en la cabeza —sentenciaba la tía Sonsoles al ver a su sobrino haciendo navegar una lata de sardinas en medio del campo de cebada. El viento corroboraba aquella idea moviendo las espigas como olas de un mar sembrado en medio del valle.
Nadie sabe si fue la tía Sonsoles, o el viento, o la lata de sardinas, quien empujó a Ismael hacia la costa, pero cuando el muchacho vio el horizonte, donde se fundían aire y sal, empezó a ahogarse en tierra.
Con sus propias manos construyó un bote, tejió una vela y preparó los aparejos. Con sus propias manos arrastró la embarcación hasta la orilla y esperó. Sus pies descalzos se mojaron con el agua salada. Debía aguardar a que el océano le aceptase, a que hiciese crecer la marea para acogerle. La tarde se durmió en la arena.
Al día siguiente, Ismael vio amanecer desde el muelle, caminó sin prisas por la playa y volvió a esperar. «El mar tiene sus tiempos», pensaba. Y el viento asentía formando remolinos.
Dicen que, cuando llegó la hora, el barco ya estaba viejo y rodeado de sargazos secos. Ismael tenía la barba cana y la mirada azul. Para entonces, el hombre había surcado el mar innumerables veces en su cabeza, tan sólo se dejó llevar.
El viento, compañero desde siempre, empujó su nave hacia el horizonte una última vez.
Atrévete a escribir la tuya.