Tras ignorar durante años las reiteradas quejas expuestas por diferentes asociaciones vecinales, el Ayuntamiento decidió tomar medidas para atajar la plaga de palomas que infestaba la capital.
Algunos ancianos aprovecharon esos días para despedirse de ellas, y lanzarles sus últimas migajas de pan antes de que una empresa privada capturase a las molestas aves y las trasladara hasta un pueblo abandonado lejos de la urbe.
Felices por la desaparición de excrementos y plumas, los habitantes reemprendieron su rutina diaria sin percatarse de las nuevas criaturas que comenzaban a ocupar el espacio desalojado. Al principio, instaladas únicamente en las iglesias, pasaron desapercibidas mientras su número aumentaba de forma considerable. Pero con el paso de los meses, invadieron también las cornisas de edificios aledaños.
Resultaba imposible alzar los ojos sin sentirse sobrecogido ante la visión de todas aquellas gárgolas, que campaban a sus anchas en los tejados con actitud amenazante.
Ya nadie se atrevía a pasear después del atardecer, y la mayoría de la gente se desplazaba protegida en el interior de sus vehículos por miedo a ser atacada.
Cuando los grotescos seres abandonaron sus posiciones y descendieron hasta el suelo, cundió el pánico. Un gabinete de crisis constituido por tres biólogos, cuatro arquitectos y un sacerdote, decidió que la única manera de resguardar a la población era evacuando la ciudad. La elección del nuevo destino se realizó estudiando las circunstancias que desencadenaron la epidemia. No hubo ninguna duda al respecto: su futuro hogar estaría poblado por majestuosas palomas.
NiñoCactus