Padre dio cinco pasos hasta el centro de la nueva cocina. Lo hizo despacio, de manera casi solemne. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Era imposible no contarlos, igual que es imposible escuchar las campanadas sin enumerar mentalmente cada tañido. Madre y yo le observábamos desde la puerta.
-Es preciosa –dijo ella.
-No está mal –respondió él-. Aquí es donde ha acabado el dinero de mi abono de fútbol. Ya podemos amortizarla.
Sacó el carné de la billetera y, con un guiño, me lo lanzó.
-¿Has visto el suelo? ¡Cómo brilla! Parece una pista de baile-. No recuerdo quién pronunció esas palabras. Quizás fueron los dos.
Entonces madre caminó hasta pararse justo delante de él. Seis pasos. Nunca antes había visto besarse como en las películas. Fue la primera vez. Me quedé mirándolos, inmóvil. Era bonito.
Esa noche, mientras yo dormía, bailaron a la luz del frigorífico. No había música y, sin embargo, sus pies llevaban el mismo ritmo. Allí, dentro de su cabeza, en su mirada, sonaba una canción que nadie más podía escuchar, sólo ellos dos. Eso era su amor: una melodía que únicamente ellos eran capaces de oír y entonar. Y si cualquier otro hubiese intentado cantarla, habría sonado desafinada. Imagínense la escena. Una cocina completamente en silencio, y dos personas bailando en medio con un mismo compás de movimientos y caricias. Y la puerta del frigorífico entreabierta.
A la mañana siguiente, madre limpió la escarcha que se había formado en el fondo de la nevera.
NiñoCactus