De pequeño, Sergio pasaba tardes enteras mirando el reloj de pared colgado en el salón de sus abuelos. Le hipnotizaba el movimiento de su péndulo, y acababa acompasando el tic-tac de aquel mecanismo con el latir de su corazón.
—Abuelo, ¿se puede parar el tiempo? —preguntaba al acercarse la hora de marchar.
—El tiempo no se detiene nunca. Algunos consiguen transformarlo, pero la mayoría de la veces es él quien nos cambia a nosotros.
A pesar de la respuesta, Sergio seguía mirando fijamente el segundero, y se concentraba para tratar de frenar su curso. Una tarde puso tanto empeño que logró hacer retroceder la aguja siete segundos. El niño gritó de alegría, sin embargo nadie pareció darse cuenta de su éxito.
Un día, años después de olvidar aquel anhelo infantil, volvió a fijarse en el reloj. Ya nadie le daba cuerda y el segundero permanecía inmóvil. Estaba tan lleno de polvo que, al ponerlo de nuevo en marcha, le hizo estornudar.
Entonces, recordó las palabras de su abuelo: «Algunos consiguen transformarlo». El tiempo, él pintaría el tiempo de colores.
Sus amigos se rieron ante semejante idea.
—¿Pintar el tiempo de colores? —le dijeron—. Menuda tontería, si no se ve.
Y Sergio, moteando de amarillo las horas más oscuras de la noche, coloreando de rojo los días más fríos del invierno, y tiñendo de violeta los atardeceres, susurraba a su pincel.
—No se ve, pero se siente.
NiñoCactus
¡Un año más!
Y seguimos disfrutando de compartir cuentos.
Y seguimos disfrutando de compartir cuentos.
¡GRACIAS POR ESTAR!