A pesar de los kilómetros de caminos, océanos y desiertos que los separaban, Óscar y Javier estaban más cerca de lo que nadie había estado nunca.
Se conocieron por uno de tantos errores que suceden a diario, para que la vida pueda seguir su curso sin que nosotros podamos impedírselo. Una mañana, apareció una carta en el buzón de Óscar. Alguien había dibujado una ciruela como única dirección, y el cartero, sin saber muy bien qué hacer con aquel sobre, decidió dejarlo en la frutería.
Tres hojas arrancadas de un cuaderno y escritas por los dos lados, eran su único contenido. Óscar comenzó a leer despacio, sin más prisa que la de ir comprendiendo cada frase. Cuando terminó, sus ojos brillaban como dos cerezas de Burlat recién cogidas del árbol. Allí, en aquella carta, entre aquellas palabras, sin poder explicar muy bien cómo, se encontraba el cielo, tan azul y limpio como él siempre lo había imaginado. Y lo que alguien, firmando Javier, había escrito, no era más que unas simples instrucciones de vuelo. Una bandada de letras que iba trepando por el aire.
Quince minutos más tarde, Óscar comenzó a garabatear todos sus pensamientos en una cuartilla amarillenta. Después, con una sonrisa, metió en el sobre una hoja fresca de menta y dos flores de jazmín, lo cerró, dibujó un pájaro en él y, a la mañana siguiente, se lo entregó al cartero.
Nadie sabe adónde iban las cartas, ni tampoco de dónde venían. A veces llegaban con olor a mar y restos de algas, como si hubiesen cruzado el océano. Otras traían pequeños granos de arena, o hielo aún por deshacer, o el rastro de una tormenta... Lo único cierto es que nunca faltaron a su cita.
Así, a pesar de los kilómetros de caminos, océanos y desiertos que los separaban, Óscar y Javier compartían el mismo cielo. Ése, al que ambos habían aprendido a llegar volando.
NiñoCactus