El médico le recetó una pastilla con un vaso de agua justo antes de acostarse para combatir el insomnio. Consiguió dormir, pero soñaba en blanco y negro. El doctor, sabio, le ordenó cambiar el vaso de agua por un zumo de frutas.
viernes, 29 de junio de 2007
martes, 26 de junio de 2007
VI. Epílogo
Fue una noche de finales de junio. En la pequeña cala junto Almaro ella le regaló el mar y él la luna. En ese mismo instante luz y agua quedaron unidas en la marea. Y aquel amor quedó sellado en eternidad por el perpetuo movimiento de la naturaleza.
Niñocactus
V. Federico y Amanda
Debido a su miopía Federico había desarrollado extraordinariamente su agudeza auditiva. Esto le permitía escuchar ecos imperceptibles para el resto de las personas. El más sorprendente era, sin duda, el eco de los pensamientos, para el que necesitaba prestar mucha atención. Del mismo modo poseía un olfato portentoso. Gracias a él consiguió trabajo como ayudante de Julián, el pescadero. Era capaz de seleccionar los pescados más frescos. Nunca fallaba. “¡Mire qué boquerones, recién cogidos!”, gritaba una mujer en la lonja. “No se fíe Don Julián que son de hace dos días.” Tres veces por semana viajaba a un pueblo de la costa para comprar la mercancía. Nada le gustaba más que las historias de marineros.
Fue más extraño todavía que ella advirtiese en sus ojos todo lo que él no alcanzaba a ver a través de ellos.
Cuando Amanda no estaba jugando en la playa con la olas solía sentarse en el muelle. Le gustaba ir allí a diario para esperar a su padre. Sabía que “El Comerciante” pasaba fuera muchos meses seguidos pero ella imaginaba mil encuentros en aquel lugar. En ocasiones sentía con tanta intensidad el abrazo que soñaba adelantar que cuando abría de nuevo los ojos se había separado unos centímetros del suelo. De nuevo apoyaba suavemente los pies contra la madera y salía corriendo.
El caso es que Federico pisó a Amanda porque no se dio cuenta de que estaba justo a su lado. Y él no quiso separarse nunca más de aquellos pies y ella no quiso arribar del viaje que había comenzado en aquellos ojos.
Ninguno de los dos volvió a casa esa noche.
sábado, 23 de junio de 2007
IV. Federico
“El chico pasa mucho tiempo con el viejo”, gruñía su padre. “Le está metiendo demasiadas historias en la cabeza; y ya tenemos suficiente con un raro en la familia.” Federico gastaba tardes enteras sentado junto a su abuelo. Cerraba los ojos y sonreía imaginando los relatos que le llegaban inmersos en aquella voz rota. Interrumpía a cada instante ávido de detalles a veces tan nimios como el dibujo de la madera en las puertas, la disposición de los muebles en las habitaciones o la ropa de cada uno de los personajes de los que le hablaba.
No tenía amigos y la mayoría de los días los pasaba solo. Le encantaba tumbarse a la orilla del río y dejarse envolver por los ruidos y los olores. Al resto de niños de Molinos tampoco le gustaba jugar con él. No era bueno de defensa, ni de portero, ni de delantero; ni siquiera servía para ir a buscar la pelota cuando salía fuera del campo. “¡Qué pasa!”, le gritaban, “es que no la ves.” Y eso era justamente lo que le ocurría.
El mundo de Federico a través de sus ojos era tan difuso, tan indefinido, que le mareaba. Le costaba vivirlo. Y es que era completamente miope, pero nadie lo sabía, él tampoco. Esto hacía que la realidad fuese mucho más bonita a través de su imaginación.
Una noche en la que no podía dormir decidió subir al desván. Avanzó con mucho sigilo para no tropezar con nada. Quería encontrar un instrumento del que había oído hablar a su abuelo en muchas ocasiones. “Sirve para ver las estrellas y la luna. Con él se puede ver escrito en el cielo el destino de nuestra vida.” Y el quería ver el de la suya. Cuando encontró el telescopio sus manos lo acariciaron. Sin apenas moverlo miró a través de su lente. Sólo encontró una mancha borrosa. Giró las distintas ruedas hasta que poco a poco una forma nítida se fue dibujando ante él. Era lo primero enfocado que veía, la luna. Le pareció preciosa.
Secretamente comenzó a subir cada madrugada para mirarla. Le susurraba todo lo que no podía contarle a nadie más. Ella cambiaba cada noche para él y sonreía, le sonreía desde su cara de plata. Y los días en que las nubes impedían el encuentro a los dos se les rompía algo en su interior.
lunes, 18 de junio de 2007
III. Amanda
Su padre, “el comerciante”, atracó en el puerto de Almaro el mismo día en que la pequeña cumplió ocho meses. Atravesó el pueblo corriendo con un regalo bajo el brazo y el brillo de la alegría en los ojos. Entró en la casa por la puerta de la cocina, subió las escaleras, las bajó y de nuevo volvió al muelle donde le esperaban su mujer y su hija. La cogió en brazos levantándola por encima de su cabeza y besó los dedos de sus piececitos descalzos provocándole una risa de sirena que contagió a todos los presentes.
A los tres años la desesperación de su madre ante la imposibilidad de encontrar un calzado que no le produjese heridas llegó al extremo de mandar fabricar unos zapatos de finísima seda que se ajustaban a modo de una segunda piel. Apenas pudo caminar con ellos veinte minutos antes de que se le produjesen tres enormes ampollas que sorprendentemente curaron a la hora de habérselos quitado. Resignada decidió que anduviese descalza. Y ahí estaba lo más extraño que ni las piedras más afiladas le causaban el más mínimo arañazo.
El primer día que la llevaron a la playa corrió hasta la orilla. Se detuvo antes de tocar la arena húmeda. Una ola, algo más fuerte, hizo que el agua la mojase hasta los tobillos produciendo pequeños remolinos a su alrededor como si no quisiera alejarse de su tacto. En ese momento todos los dedos del mar, todos sus labios, se concentraron en esa pequeña cala. Allí prometieron, como sólo el océano es capaz de hacerlo, no acariciar, no besar otros pies que aquellos que estaba arrullando.
Niñocactus
viernes, 15 de junio de 2007
II. La Luna
Don Alfonso, por su parte, tampoco entendía nada de lo que estaba ocurriendo, pero él no le echaba la culpa a nadie. Incluso había comenzado a leer, eso sí de forma piadosa, algunos libros de artes oscuras. En ninguno de ellos se describía semejante fenómeno. Lo más parecido que encontró fueron lunas rojas o sombras provenientes de su cara oculta que descendían para atemorizar a pueblos enteros… Pero lo que allí pasaba, ¡qué demonios!, con perdón, no se podía explicar de ninguna manera. Miró el reloj, se le había hecho tarde. Salió corriendo en dirección a la ermita para oficiar la eucaristía. Sospechaba que esa tarde tampoco iría nadie.
Adelita era la que peor lo estaba pasando. Cuarenta y tres semanas de embarazo y el niño o la niña que no salía. Ella le echaba la culpa a partera. “Lleva siempre encima un calcetín de tu marido, así no tendrás un parto prematuro”. Pues primero los del marido, luego los suyos y, por último, los de su suegro los había quemado todos hacía ya diez días.
La noche del 15 de junio, cuando el reloj anunciaba el cambio de día, los aldeanos de Molinos de Papel se congregaron en la plaza del pueblo. Y allí se quedaron en silencio mirando fijamente a la luna, estática desde hacía ya un mes en cuarto creciente. Poco a poco las nubes fueron cubriendo el cielo y las primeras gotas disolvieron la reunión. Don Alfonso se remangó la sotana con la mano izquierda, se santiguó con la derecha y se fue directo hacia su casa.
miércoles, 13 de junio de 2007
I. El Mar
Hacía años que el muchacho se sentía un extraño en aquel pueblo de pescadores llamado Almaro. “ Tú nunca has sabido nada sobre el mar, tu padre nunca lo supo y tus hijos no lo sabrán.” Carmen, su madre, no entendía porqué él se empeñaba en ser constructor; si sus vecinos eran tan pobres que apenas tenían dinero para reparar las barcas. Pero ser el aprendiz del arquitecto, su padre, no significaba que él no supiese de mar. Al contrario, cuando acababa las tareas, Marcos se sentaba en el acantilado, en silencio, y dejaba que las horas le uniesen con la superficie de agua que se extendía hasta el horizonte. Conocía cada tonalidad, cada arruga..., incluso era capaz de adivinar el humor del océano sólo con oler el viento que la espuma salpicaba.
Marcos fue uniendo la fila de clavos como si de nivelar un muro se tratase. Al acabar se subió a una roca y aguardó.
La última semana había notado que la marea era más débil. Que le costaba subir por la playa. Que el mar estaba cansado. No había escuchado nada en el puerto y pensaba que igual estaba proyectando su ánimo sobre las olas. Pero no, sabía que no era eso. Así, cada día, la hilera de clavos estaba más lejos de la orilla; y el mar..., el mar cada día con menos fuerza.
La atmósfera en el pueblo se había enrarecido. Las gaviotas volaban de forma inusual. Y la gente callaba.
Aquella mañana, al despertarse, Marcos tenía los oídos embotados. Al principio no supo por qué pero enseguida se dio cuenta de lo que pasaba. “El mar...” Se vistió rápidamente y salió de casa sin lavarse. “¿Qué le había ocurrido al mar?” Mientras corría hacia la playa adelantó a alguno de sus vecinos que caminaban convocados por una extraña fuerza en la misma dirección. “Pero es que el mar...”
Cuando alcanzó la pequeña cala pudo contemplar las últimas batidas de un oleaje agónico. Y poco a poco fue quedando en calma, como un estanque. Allí reunidos todos los habitantes del pueblo, quietos, sin saber cómo actuar. Tratando de comprender. Finalmente fue Herminia, bisabuela de pescadores, la que habló: “El mar está de luto”. Y nadie se atrevió a decir nada más.
martes, 12 de junio de 2007
Atracos
Desde muy pequeño había querido ser ladrón de bancos. Sin embargo no fue hasta el 18 de Noviembre de 1984, cuando contaba con 27 años, cuando comenzó a planificar su gran golpe. Estudió cada rincón de su objetivo, planteó soluciones para todos los problemas que pudieran surgirle, calculó todas las posibilidades. Se pasó años preparando el que sería su primer atraco y obra maestra. Seis meses antes de la fecha elegida comenzó un profundo entrenamiento físico para estar en perfectas condiciones la noche elegida.
El 19 de Junio de 1987 los trabajadores del Premier Bank atravesaron como cada mañana las puertas de su oficina y empezaron a trabajar. Sin embargo, como si de una broma se tratara, comprobaron que ninguno de ellos tenía ni un solo bolígrafo sobre sus mesas. Alguien los había sustraido todos. El misterio se prolongó hasta bien entrada la mañana cuando Faustino González, director del banco, tuvo que atender una importante petición de capital. Fue al abrir la caja fuerte cuando descubrió el paradero de los objetos sustraídos. Descansaban encima de los fajos de billetes. A un lado de ellos reposaba un colgante con el símbolo de la paz, en el otro una hojita de marihuana.
viernes, 8 de junio de 2007
Lo encontré sentado sonriendo
viernes, 1 de junio de 2007
Meteorología de andar por casa
… Siempre era lo mismo.
Le gustaban las tormentas porque tarde o temprano acababan.