La señora Buenaventura era tan chiquitita que no usaba tacones para que no se le notase. Y así pasaba: cuando alguien la veía por la calle, la confundía con una niña. Nadie pensaba: «¡Vaya mujer más diminuta!»
Si bien esto resultaba reconfortante para su complejo de estatura, también implicaba un grave problema, pues ningún hombre se fijaba en ella como posible esposa. Ni siquiera el señor Merino, propietario de una tienda de antigüedades, frente a la cual, la señora Buenaventura pasaba horas enteras observando cómo aquel hombre limpiaba con delicadeza los juguetes de latón del escaparate. Casi parecía que los acariciaba.
Una mañana, la señora Buenaventura decidió cambiar su suerte. Para ello pidió hora en la peluquería. Al salir, sus cabellos relucían como el oro, y perfectos tirabuzones bailoteaban con cada paso. Acto seguido, marchó a su casa, para engalanarse con un delicado vestido de tul, unos zapatitos de charol y un sombrero con una gran cinta rosa.
Nadie más volvió a confundirla con una niña. Tampoco el señor Merino. Ahora todos piensan que es una muñeca, a quien el anticuario mima como la pieza más preciada de su tienda.