«Será mejor que me dé prisa», pienso y me echo a reír de aquella idea, perteneciente a un pasado que se desvaneció hace ya años. Busco algunos minutos más y cojo otros dos puñados que introduzco en mis bolsillos, haciendo hueco entre los que ya tenía guardados. Después salgo a pasear y voy dejando por el camino un reguero de segundos e instantes. Se escapan por un roto mal zurcido de la chaqueta. La tarde se va con la siembra, y queda el tiempo entre los campos de flores, en las copas de los árboles, sobre las rocas de color naranja, casi rojizo. Una hora, para aquella montaña y, el resto, para el cielo estrellado.
Regreso a casa silbando con los bolsillos vacíos y el mundo lleno de momentos por cosechar.