Collage de Ricardo Calvo |
—Recuerda controlar los tiempos exactos para evitar el colapso de la batería y lograr su recarga completa —le indicó su padre con gravedad al darle el relevo—. Y nunca mires al astro más tiempo del imprescindible.
—¿Eso por qué? —preguntó el hombre que se iba a encargar de encender y apagar la luna a partir de entonces. Su padre se encogió de hombros y le entregó la llave de la sala.
Durante muchos años desempeñó su oficio de manera diligente. Sin embargo, una noche de luna llena, una en la cual el hombre que enciende y apaga la luna se sentía melancólico, se distrajo y observó absorto la gran esfera plateada. Tal vez algo se rompió dentro de él, o quizás se ensambló. El caso es que, desde ese día, le fue imposible apartar los ojos de la luna, y cada vez le suponía mayor esfuerzo pulsar el interruptor de apagado, hasta que una noche no lo hizo.
Para su sorpresa, a lo largo de la semana siguiente, la luna se fue oscureciendo como había ocurrido siempre. Pensó que tal vez existía otra persona en otro lugar del mundo con su misma tarea para así evitar un fallo o un despiste. Se preguntó también si había dedicado su vida a algo inútil, si todo había sido un burdo engaño.
El hombre que enciende y apaga la luna no volvió nunca a pulsar el interruptor de apagado, sin embargo, y no podría responder por qué, jamás dejó de presionar el de encendido a su debido tiempo.