A sus setenta y siete años lo único que mantenía a Pepita atada a este mundo era espiar a sus vecinos.
Pepita era una mujer menuda, empequeñecida aún más por el peso de más de tres cuartos de siglo. Nunca había tenido hijos y hacía ya siete años que sus negras ropas delataban su viudedad. Desde entonces su único interés en la vida era comentar con las vecinas los cotilleos que ocurrían en el edificio.
Se aplicaba a esta afición con pasión. En una misma tarde podía comentar con una vecina que la hija del matrimonio del 1º se había colado, a hurtadillas, en casa de los Fernández, justo el fin de semana en que éstos habían dejado solo a su hijo. Con la estudiante que vivía de alquiler en el 3º B que Mauricio Martinez, el raro transportista, había tendido una semana atrás un tanga rosa en su balcón y con la limpiadora del 2º, que los recién casados del ático no parecían llevarse del todo bien.
Cotillear era lo único que mantenía a Pepita con ganas de vivir.
Dedicaba todo el día a observar a sus vecinos y por eso conocía, al dedillo, la vida de todos ellos. Lo sabía todo excepto una cosa. Había un enigma que aún no había conseguido descifrar: las misteriosas reuniones que a principios de cada mes se realizaban en la portería. Se producían siempre en la oscuridad, después de la media noche, y a ellas acudían, uno tras otro, todos los vecinos del edificio. Todos menos ella, que nunca había sido invitada.
Había un motivo por el que Pepita no era convocada. Cuando se juntaban en esas asambleas clandestinas los vecinos del inmueble decidían si Mauricio dejaría un nuevo tanga en el tendedero, si los recién casados serían más cariñosos entre sí y todos los nuevos chismes que durante ese mes representarían ante Pepita para mantenerla aferrada a la vida.