domingo, 31 de agosto de 2014

La cantante del Jacaranda - Capítulo VI

Pero ahora ella había muerto en un absurdo accidente de tráfico, y no podía hacer nada para recuperarla.
Esta vez fue don Pedro quien entró en el bar. 
—Imbécil, mira en tu chaqueta —masculló entre dientes, y me abrazó como nunca lo había hecho. Dejó un sobre encima de la barra antes de marcharse. Yo estaba completamente borracho. 
Dentro de la carta hallé un pasaje a Argentina y una dirección, y en el bolsillo de mi chaqueta, el anillo de Marisa. 
Al fin comprendí lo ocurrido. Marisa Caldás sólo quería saber cuánto la amaba. Necesitaba no sentirse sola al dar aquel paso. Estaba en lo cierto: tenía pensado cada detalle; y me dejó una prueba para que supiese la verdad al leer la noticia. Sin embargo fui un necio y no supe verla: el cuerpo encontrado en el coche no era el suyo, se trataba de una réplica, como la alianza. 
Todavía me quedaba tiempo para intentar convertirme en algo parecido a una persona. Debía coger un barco.

jueves, 28 de agosto de 2014

La cantante del Jacaranda - Capítulo V

Durante las semanas que siguieron a aquel primer encuentro, aprovechamos el respiro concedido por sus guardaespaldas tras cada ensayo para conocernos mejor. No sólo era preciosa, también muy inteligente. Aunque lo bastante ingenua para casarse con el primer tipo con dinero que le prometió convertirla en estrella. 
Él se había mostrado cariñoso y comprensivo mientras duró el noviazgo, pero las cosas cambiaron después de la boda. La obligó a romper con todas sus amistades, y le prohibió hacer cualquier cosa sin su consentimiento. Si intentaba hablarle de sus ganas de cantar recibía una paliza. «Así te purificas de tu soberbia», le decía. Su esposo sólo era un bastardo bien vestido. 
Una vez intentó escapar a América. La apresaron en el barco justo antes de zarpar. En esa ocasión necesitó asistencia médica, estuvo a punto de morir por los golpes recibidos. Después de ese incidente había intentado quitarse la vida en varias ocasiones. Presionado por las circunstancias, Rodrigo de Viedma acabó cediendo y le dio su aprobación para actuar en el club. Pero solamente allí. 
—Gustavo, necesito que me mates —dijo una noche. Al ver mi gesto confundido me pidió ayuda para desabrocharse el vestido. Un hematoma recorría su costado derecho. 
—A quien voy a matar es al cabrón de tu marido —le contesté. 
—Nunca lo conseguirías. Acabarías con una bala en la cabeza antes de haberte acercado lo suficiente. 
—No me importa —respondí en plena agitación. 
—Pues si no te importa morir por mí, haz el favor de escucharme. 
Tenía pensado cada detalle. El doctor que le había salvado la vida una vez le prometió certificar su defunción. Yo sólo debía declararme culpable, y ella sería libre para huir. Nadie la buscaría. Estaba firmando el consentimiento de mi pena de muerte pero me daba igual. 
Su vestido terminó de deslizarse por su cuerpo y se acercó a mí. Aquel beso valía el sueño eterno. Después comenzó a quitarme la ropa. Debió de ser entonces cuando introdujo su alianza en el bolsillo de mi chaqueta sin que yo me enterase.

martes, 26 de agosto de 2014

La cantante del Jacaranda - Capítulo IV

Al entrar aquella tarde en el Jacaranda me sentí como quien regresa al hogar. En el fondo era así: don Pedro se había convertido en mi única familia cuando mis padres murieron. Él me sacó de la calle, me enseñó a tocar el piano, y me dio trabajo en su local. Así me tenía controlado y evitaba mi tendencia a meterme en líos. 
Me presentaron a Marisa Caldás una hora antes de abrir las puertas del club. Disponíamos de poco tiempo de ensayo, y no pudimos hablar hasta finalizarlo. Mis manos volaban por encima de las teclas buscando arpegios imposibles capaces de arropar su voz, pero ella se empeñaba en desnudar cada nota, excitando mis oídos.

Si piensas que fue el azar 
Quien nos ha unido esta noche 
Te volviste a equivocar. 

—Nunca recibo a los admiradores antes de haber actuado —me dijo cuando intenté colarme en su camerino antes de la función. 
—Ni yo pido permiso para nada —le respondí inclinando cortésmente la cabeza. 
—Me he fijado en cómo me miraba hace un momento en el escenario. 
—No se preocupe. Sólo quería asegurarme de que no perdiese el ritmo. 
No pudo evitar sonreír. 
Esa noche se completó el aforo, sin embargo no se escuchaba ni un solo ruido. Los asistentes estaban hipnotizados: ni un carraspeo, ni una tos. Habría pensado que tocaba sin público de no haber sido por los aplausos.

domingo, 24 de agosto de 2014

La cantante del Jacaranda - Capítulo III

Un año después de perder el trabajo me localizaron en “mi oficina” rematando el segundo güisqui. El camarero señaló el final de la barra, allí me encontraba yo, como siempre. Al menos el bar estaba más limpio que mi habitación de la calle Hortaleza, y mejor iluminado.
—¿Gustavo Camargo?
Hacía un mes que no escuchaba mi nombre y resultó un tanto extraño oírlo en boca de un par de desconocidos. Debieron de aceptar mi silencio como una afirmación y siguieron hablando:
 —Nos envía don Pedro Aparicio. Quiere que toque esta noche en el Club Jacaranda.
—El viejo Pedro... La edad está afectando a su memoria. Fue él quien hizo que me echaran a patadas a la calle: «O dejas de beber, o no vuelves a tocar para mí». Eso me dijo, y una costilla me lo recuerda cada vez que cambia el tiempo. No sé si se han fijado pero esto no es un zumo de manzana precisamente.
Intenté reírme, aunque sólo conseguí un ataque de tos. Saqué un cigarrillo y lo prendí.
—Hoy actúa Marisa Caldás.
«Viejo cabrón, algo tramas», pensé. Aquellos dos petimetres habían acabado de dar toda la información y salieron del bar sin despedirse. Aún me quedaba tiempo para intentar convertirme en algo parecido a una persona.

jueves, 21 de agosto de 2014

La cantante del Jacaranda - Capítulo II

Recuerdo, como si fuese hoy, la primera vez que escuché la voz de María Caldás. Era mi día libre y estaba acodado en la barra del Jacaranda. ¿Por qué iba a pensar en irme a otro lado? Probablemente se trataba del mejor club de la ciudad, y la bebida me salía gratis. Durante el descanso del espectáculo, anunciaron a una desconocida en el escenario. Ni me molesté en mirar. A fin de cuentas, todas son iguales, o eso pensaba. 

Nadie enseña a enamorarse 
Y nada hay más peligroso 
Que querer morir de amor... 

Su canto, roto y triste, acariciaba el aire clavándose en el alma. Me hallaba completamente enajenado, cuando la voz grave de don Pedro, el dueño del Jacaranda, me devolvió a la realidad. 
—Olvídate de ella. Es veneno. 
—También los cigarrillos y fumo dos paquetes al día —contesté apurando el que tenía entre los dedos. 
—Pero éste mata más rápido. 
Mientras lo decía señaló a tres hombres vestidos de negro situados al fondo del escenario. No le quitaban un ojo de encima. Trabajaban para Rodrigo de Viedma, su marido, y se encargaban de custodiarla a todas horas. Al parecer su matrimonio era una condena con pequeños momentos de libertad vigilada. Aquellos tres armarios no dejaban acercarse a nadie a más de dos metros de ella. Esa noche, la pareja celebraba su aniversario, y su marido le había permitido cantar en su honor. 
—Camargo, deberías intentar que alguna mujer te durase más de un par de caladas —dijo don Pedro al verme encender otro pitillo. 
—¿Para qué? ¿Acaso las dos primeras no son las que mejor saben? —pregunté paladeando el sabor del humo en mi boca. 
—Te lo estoy diciendo en serio, Camargo. Vete antes de arrepentirte. 
Pero no me fui. Permanecí inmóvil, dejando a la voz de Marisa Caldás tatuarme toda la piel. 
Después de ese día intenté buscarla sin éxito por Madrid. Se había evaporado. Mi obsesión por localizarla desaparecía sólo después de la tercera copa. Aquel alivio pasajero acabó firmando mi carta de despido.

martes, 19 de agosto de 2014

La cantante del Jacaranda - Capítulo I

Ella estaba muerta, y lo peor de todo: no la había matado yo. 
La noticia ocupaba una página de la sección de sucesos, y contenía parte del informe de la Policía. Pero a los periodistas les importaba una mierda que Marisa Caldás hubiese fallecido. No aparecía su nombre ni una sola vez a lo largo del artículo. El protagonismo se lo llevaba su marido, Rodrigo de Viedma, dueño de la mitad de los hoteles de lujo de la costa de Andalucía. Uno de los hombres más ricos del país, y ahora viudo. El coche, conducido por la señora de Viedma, ¡cretinos!, había sido encontrado a cien kilómetros de Madrid, en la carretera de La Coruña. La foto mostraba el Hudson Sedán de color crema convertido en un amasijo de chatarra. El cuerpo irreconocible de la joven fue identificado gracias a la alianza. Cerré el periódico con violencia y lo lancé sobre la mesa. 
¿Por qué lo hizo? ¿Por qué había intentando huir si estaba todo planeado?