Durante las semanas que siguieron a aquel primer encuentro, aprovechamos el respiro concedido por sus guardaespaldas tras cada ensayo para conocernos mejor. No sólo era preciosa, también muy inteligente. Aunque lo bastante ingenua para casarse con el primer tipo con dinero que le prometió convertirla en estrella.
Él se había mostrado cariñoso y comprensivo mientras duró el noviazgo, pero las cosas cambiaron después de la boda. La obligó a romper con todas sus amistades, y le prohibió hacer cualquier cosa sin su consentimiento. Si intentaba hablarle de sus ganas de cantar recibía una paliza. «Así te purificas de tu soberbia», le decía. Su esposo sólo era un bastardo bien vestido.
Una vez intentó escapar a América. La apresaron en el barco justo antes de zarpar. En esa ocasión necesitó asistencia médica, estuvo a punto de morir por los golpes recibidos. Después de ese incidente había intentado quitarse la vida en varias ocasiones. Presionado por las circunstancias, Rodrigo de Viedma acabó cediendo y le dio su aprobación para actuar en el club. Pero solamente allí.
—Gustavo, necesito que me mates —dijo una noche. Al ver mi gesto confundido me pidió ayuda para desabrocharse el vestido. Un hematoma recorría su costado derecho.
—A quien voy a matar es al cabrón de tu marido —le contesté.
—Nunca lo conseguirías. Acabarías con una bala en la cabeza antes de haberte acercado lo suficiente.
—No me importa —respondí en plena agitación.
—Pues si no te importa morir por mí, haz el favor de escucharme.
Tenía pensado cada detalle. El doctor que le había salvado la vida una vez le prometió certificar su defunción. Yo sólo debía declararme culpable, y ella sería libre para huir. Nadie la buscaría. Estaba firmando el consentimiento de mi pena de muerte pero me daba igual.
Su vestido terminó de deslizarse por su cuerpo y se acercó a mí. Aquel beso valía el sueño eterno.
Después comenzó a quitarme la ropa. Debió de ser entonces cuando introdujo su alianza en el bolsillo de mi chaqueta sin que yo me enterase.
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