Recuerdo, como si fuese hoy, la primera vez que escuché la voz de María Caldás. Era mi día libre y estaba acodado en la barra del Jacaranda. ¿Por qué iba a pensar en irme a otro lado? Probablemente se trataba del mejor club de la ciudad, y la bebida me salía gratis. Durante el descanso del espectáculo, anunciaron a una desconocida en el escenario. Ni me molesté en mirar. A fin de cuentas, todas son iguales, o eso pensaba.
Nadie enseña a enamorarse
Y nada hay más peligroso
Que querer morir de amor...
Su canto, roto y triste, acariciaba el aire clavándose en el alma. Me hallaba completamente enajenado, cuando la voz grave de don Pedro, el dueño del Jacaranda, me devolvió a la realidad.
—Olvídate de ella. Es veneno.
—También los cigarrillos y fumo dos paquetes al día —contesté apurando el que tenía entre los dedos.
—Pero éste mata más rápido.
Mientras lo decía señaló a tres hombres vestidos de negro situados al fondo del escenario. No le quitaban un ojo de encima. Trabajaban para Rodrigo de Viedma, su marido, y se encargaban de custodiarla a todas horas. Al parecer su matrimonio era una condena con pequeños momentos de libertad vigilada. Aquellos tres armarios no dejaban acercarse a nadie a más de dos metros de ella. Esa noche, la pareja celebraba su aniversario, y su marido le había permitido cantar en su honor.
—Camargo, deberías intentar que alguna mujer te durase más de un par de caladas —dijo don Pedro al verme encender otro pitillo.
—¿Para qué? ¿Acaso las dos primeras no son las que mejor saben? —pregunté paladeando el sabor del humo en mi boca.
—Te lo estoy diciendo en serio, Camargo. Vete antes de arrepentirte.
Pero no me fui. Permanecí inmóvil, dejando a la voz de Marisa Caldás tatuarme toda la piel.
Después de ese día intenté buscarla sin éxito por Madrid. Se había evaporado. Mi obsesión por localizarla desaparecía sólo después de la tercera copa. Aquel alivio pasajero acabó firmando mi carta de despido.
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