Un año después de perder el trabajo me localizaron en “mi oficina” rematando el segundo güisqui. El camarero señaló el final de la barra, allí me encontraba yo, como siempre. Al menos el bar estaba más limpio que mi habitación de la calle Hortaleza, y mejor iluminado.
—¿Gustavo Camargo?
Hacía un mes que no escuchaba mi nombre y resultó un tanto extraño oírlo en boca de un par de desconocidos. Debieron de aceptar mi silencio como una afirmación y siguieron hablando:
—Nos envía don Pedro Aparicio. Quiere que toque esta noche en el Club Jacaranda.
—El viejo Pedro... La edad está afectando a su memoria. Fue él quien hizo que me echaran a patadas a la calle: «O dejas de beber, o no vuelves a tocar para mí». Eso me dijo, y una costilla me lo recuerda cada vez que cambia el tiempo. No sé si se han fijado pero esto no es un zumo de manzana precisamente.
Intenté reírme, aunque sólo conseguí un ataque de tos. Saqué un cigarrillo y lo prendí.
—Hoy actúa Marisa Caldás.
«Viejo cabrón, algo tramas», pensé. Aquellos dos petimetres habían acabado de dar toda la información y salieron del bar sin despedirse. Aún me quedaba tiempo para intentar convertirme en algo parecido a una persona.
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