Al entrar aquella tarde en el Jacaranda me sentí como quien regresa al hogar. En el fondo era así: don Pedro se había convertido en mi única familia cuando mis padres murieron. Él me sacó de la calle, me enseñó a tocar el piano, y me dio trabajo en su local. Así me tenía controlado y evitaba mi tendencia a meterme en líos.
Me presentaron a Marisa Caldás una hora antes de abrir las puertas del club. Disponíamos de poco tiempo de ensayo, y no pudimos hablar hasta finalizarlo. Mis manos volaban por encima de las teclas buscando arpegios imposibles capaces de arropar su voz, pero ella se empeñaba en desnudar cada nota, excitando mis oídos.
Si piensas que fue el azar
Quien nos ha unido esta noche
Te volviste a equivocar.
—Nunca recibo a los admiradores antes de haber actuado —me dijo cuando intenté colarme en su camerino antes de la función.
—Ni yo pido permiso para nada —le respondí inclinando cortésmente la cabeza.
—Me he fijado en cómo me miraba hace un momento en el escenario.
—No se preocupe. Sólo quería asegurarme de que no perdiese el ritmo.
No pudo evitar sonreír.
Esa noche se completó el aforo, sin embargo no se escuchaba ni un solo ruido. Los asistentes estaban hipnotizados: ni un carraspeo, ni una tos. Habría pensado que tocaba sin público de no haber sido por los aplausos.
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