Vuelve a pedirme que le empuje, no le basta sólo con el impulso de sus piernas.
—Más alto —exclama.
Poco a poco coge velocidad y ríe ruidosamente. Yo sigo empujando con más fuerza, contagiado por su emoción.
—¡Yuju! —. No sé si lo dice él o yo, o el aire, que se divierte por primera vez en mucho tiempo.
Con el último envión, sale despedido y a mí me entra el pánico.
—¿Está bien, don Antonio? —le pregunto mientras vuelvo a colocarlo en la mecedora, con la esperanza de que el resto de residentes no se haya dado cuenta de nada.
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