Horacio, el alcaide, no aceptaba a cualquier prisionero. Le gustaban los crímenes aviesos, descarnados. En su despacho, paladeaba los truculentos testimonios detallados por los asesinos, mientras dejaba que el humo de su cigarrillo ambientase la escena.
—Cada celda un volumen —decía.
Las historias policíacas le sedujeron desde pequeño, pero ni quiso ni supo conformarse con la ficción.
—Cada celda un volumen —decía.
Las historias policíacas le sedujeron desde pequeño, pero ni quiso ni supo conformarse con la ficción.
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