Tenía siempre la mirada perdida como la de aquellos que viven en sus recuerdos. Sin embargo, a sus cinco años, Federico tenía todo por vivir y nada que recordar.
“El chico pasa mucho tiempo con el viejo”, gruñía su padre. “Le está metiendo demasiadas historias en la cabeza; y ya tenemos suficiente con un raro en la familia.” Federico gastaba tardes enteras sentado junto a su abuelo. Cerraba los ojos y sonreía imaginando los relatos que le llegaban inmersos en aquella voz rota. Interrumpía a cada instante ávido de detalles a veces tan nimios como el dibujo de la madera en las puertas, la disposición de los muebles en las habitaciones o la ropa de cada uno de los personajes de los que le hablaba.
No tenía amigos y la mayoría de los días los pasaba solo. Le encantaba tumbarse a la orilla del río y dejarse envolver por los ruidos y los olores. Al resto de niños de Molinos tampoco le gustaba jugar con él. No era bueno de defensa, ni de portero, ni de delantero; ni siquiera servía para ir a buscar la pelota cuando salía fuera del campo. “¡Qué pasa!”, le gritaban, “es que no la ves.” Y eso era justamente lo que le ocurría.
El mundo de Federico a través de sus ojos era tan difuso, tan indefinido, que le mareaba. Le costaba vivirlo. Y es que era completamente miope, pero nadie lo sabía, él tampoco. Esto hacía que la realidad fuese mucho más bonita a través de su imaginación.
Una noche en la que no podía dormir decidió subir al desván. Avanzó con mucho sigilo para no tropezar con nada. Quería encontrar un instrumento del que había oído hablar a su abuelo en muchas ocasiones. “Sirve para ver las estrellas y la luna. Con él se puede ver escrito en el cielo el destino de nuestra vida.” Y el quería ver el de la suya. Cuando encontró el telescopio sus manos lo acariciaron. Sin apenas moverlo miró a través de su lente. Sólo encontró una mancha borrosa. Giró las distintas ruedas hasta que poco a poco una forma nítida se fue dibujando ante él. Era lo primero enfocado que veía, la luna. Le pareció preciosa.
Secretamente comenzó a subir cada madrugada para mirarla. Le susurraba todo lo que no podía contarle a nadie más. Ella cambiaba cada noche para él y sonreía, le sonreía desde su cara de plata. Y los días en que las nubes impedían el encuentro a los dos se les rompía algo en su interior.
“El chico pasa mucho tiempo con el viejo”, gruñía su padre. “Le está metiendo demasiadas historias en la cabeza; y ya tenemos suficiente con un raro en la familia.” Federico gastaba tardes enteras sentado junto a su abuelo. Cerraba los ojos y sonreía imaginando los relatos que le llegaban inmersos en aquella voz rota. Interrumpía a cada instante ávido de detalles a veces tan nimios como el dibujo de la madera en las puertas, la disposición de los muebles en las habitaciones o la ropa de cada uno de los personajes de los que le hablaba.
No tenía amigos y la mayoría de los días los pasaba solo. Le encantaba tumbarse a la orilla del río y dejarse envolver por los ruidos y los olores. Al resto de niños de Molinos tampoco le gustaba jugar con él. No era bueno de defensa, ni de portero, ni de delantero; ni siquiera servía para ir a buscar la pelota cuando salía fuera del campo. “¡Qué pasa!”, le gritaban, “es que no la ves.” Y eso era justamente lo que le ocurría.
El mundo de Federico a través de sus ojos era tan difuso, tan indefinido, que le mareaba. Le costaba vivirlo. Y es que era completamente miope, pero nadie lo sabía, él tampoco. Esto hacía que la realidad fuese mucho más bonita a través de su imaginación.
Una noche en la que no podía dormir decidió subir al desván. Avanzó con mucho sigilo para no tropezar con nada. Quería encontrar un instrumento del que había oído hablar a su abuelo en muchas ocasiones. “Sirve para ver las estrellas y la luna. Con él se puede ver escrito en el cielo el destino de nuestra vida.” Y el quería ver el de la suya. Cuando encontró el telescopio sus manos lo acariciaron. Sin apenas moverlo miró a través de su lente. Sólo encontró una mancha borrosa. Giró las distintas ruedas hasta que poco a poco una forma nítida se fue dibujando ante él. Era lo primero enfocado que veía, la luna. Le pareció preciosa.
Secretamente comenzó a subir cada madrugada para mirarla. Le susurraba todo lo que no podía contarle a nadie más. Ella cambiaba cada noche para él y sonreía, le sonreía desde su cara de plata. Y los días en que las nubes impedían el encuentro a los dos se les rompía algo en su interior.
Niñocactus
7 comentarios:
Cómo puede estar un cuento tan bello sin ninguna anotación? Tan ocupados estamos?
Precioso Alberto. Gracias por llenar de magia mis días. Te quiero mucho.
¡Qué agradable sería nuestra vida si nos la contaran como un cuento, si no hubiéramos de vivirla como una historia!
Me ha encantado tu relato.
un saludo.
Estoy de acuerdo con ana (y con itoiz y con todos los comentaristas anteriores). Es un cuento precioso. Y me tiene intrigado pensar el cómo encajarán todas las piezas.
Bueno, el como y el cuando. Porque yo tenía a Niñocactus como un autor breve. Al principio pensaba que el cuento tendría dos partes, pero ahora ya no me pronuncio.
Y la magia del cuento ha hecho que desaparezcan las molestas letras. ¿Probasteis alguna vez a darle al sonoro? Una experiencia.
A mi tb me encanta. De hecho el regalo del blog que le hice a niñocactus (así es como empezó esto) por Navidades al final ha resultado bastante egoista por mi parte... :p
Ahora, soy incapaz de encontrar el "sonoro". O está muy escondido o es cosa de los fantabulosos macintosh de Ning0 (cuña para que publicites sus maravillas :p ).
¡¡Esperamos impacientes la siguiente entrega!! (yo ni publico para no romper la magia)
Definitivamente, adoraría a Federico!!
Acuérdate de decirle que cuando suba al desván y vea asomar la primera estrella, pida una voluntad.(Porque, ¿sabías que ahora no son deseos, son voluntades-por aquello de que las almas débiles son las que piden deseos y las fuertes voluntades-Yo ahora sólo deseo voluntades!!)
En fin, como siempre un placer.
Unha aperta, un besiño, una volvoreta, un agarimo gigantes!!
Muchas gracias a todos. Ya se acaba este cuentecillo de minihistorias unidas. Gracias Anita por escribir lo que me dices cada día.
Jeje, me gustaría saber los finales que habéis pensado estas semanas...
Y Ning1 el regalo fue una pasada, por fin uno de los mil proyectos que teníamos en común se realizó.
Itoitz la vida es un cuento y está llenita de magia.
Niñocactus
este, quiero este!
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