Amanda nació descalza. Parece absurdo decir esto, pero en tal afirmación se resumía la suavidad de unas líneas nunca antes trazadas. Aquellos dos pies, aún hinchados y sucios por los fluidos del parto, se apoyaban en el aire describiendo un camino oculto.
Su padre, “el comerciante”, atracó en el puerto de Almaro el mismo día en que la pequeña cumplió ocho meses. Atravesó el pueblo corriendo con un regalo bajo el brazo y el brillo de la alegría en los ojos. Entró en la casa por la puerta de la cocina, subió las escaleras, las bajó y de nuevo volvió al muelle donde le esperaban su mujer y su hija. La cogió en brazos levantándola por encima de su cabeza y besó los dedos de sus piececitos descalzos provocándole una risa de sirena que contagió a todos los presentes.
A los tres años la desesperación de su madre ante la imposibilidad de encontrar un calzado que no le produjese heridas llegó al extremo de mandar fabricar unos zapatos de finísima seda que se ajustaban a modo de una segunda piel. Apenas pudo caminar con ellos veinte minutos antes de que se le produjesen tres enormes ampollas que sorprendentemente curaron a la hora de habérselos quitado. Resignada decidió que anduviese descalza. Y ahí estaba lo más extraño que ni las piedras más afiladas le causaban el más mínimo arañazo.
El primer día que la llevaron a la playa corrió hasta la orilla. Se detuvo antes de tocar la arena húmeda. Una ola, algo más fuerte, hizo que el agua la mojase hasta los tobillos produciendo pequeños remolinos a su alrededor como si no quisiera alejarse de su tacto. En ese momento todos los dedos del mar, todos sus labios, se concentraron en esa pequeña cala. Allí prometieron, como sólo el océano es capaz de hacerlo, no acariciar, no besar otros pies que aquellos que estaba arrullando.
Niñocactus
Su padre, “el comerciante”, atracó en el puerto de Almaro el mismo día en que la pequeña cumplió ocho meses. Atravesó el pueblo corriendo con un regalo bajo el brazo y el brillo de la alegría en los ojos. Entró en la casa por la puerta de la cocina, subió las escaleras, las bajó y de nuevo volvió al muelle donde le esperaban su mujer y su hija. La cogió en brazos levantándola por encima de su cabeza y besó los dedos de sus piececitos descalzos provocándole una risa de sirena que contagió a todos los presentes.
A los tres años la desesperación de su madre ante la imposibilidad de encontrar un calzado que no le produjese heridas llegó al extremo de mandar fabricar unos zapatos de finísima seda que se ajustaban a modo de una segunda piel. Apenas pudo caminar con ellos veinte minutos antes de que se le produjesen tres enormes ampollas que sorprendentemente curaron a la hora de habérselos quitado. Resignada decidió que anduviese descalza. Y ahí estaba lo más extraño que ni las piedras más afiladas le causaban el más mínimo arañazo.
El primer día que la llevaron a la playa corrió hasta la orilla. Se detuvo antes de tocar la arena húmeda. Una ola, algo más fuerte, hizo que el agua la mojase hasta los tobillos produciendo pequeños remolinos a su alrededor como si no quisiera alejarse de su tacto. En ese momento todos los dedos del mar, todos sus labios, se concentraron en esa pequeña cala. Allí prometieron, como sólo el océano es capaz de hacerlo, no acariciar, no besar otros pies que aquellos que estaba arrullando.
Niñocactus
3 comentarios:
Hermoso relato. He recordado la estampa de los primeros pasos de mi sobrino por la arena, y esos dias allende del mar...
Me han encantado tus lineas.
un abrazo!
qué lindo, niñocactus... me gusta el curso que está siguiendo esta saga de pequeños cuentos con sabor latinoamericano, un poco marquez... un poco allende... y es somos lo que leemos o quizá leemos con lo que somos, como dice mi hermana...
deseando estoy de seguir leyendo...
un cuento muy bonito, muy dulce... es dificil comentar algo más, parece como si los leyeras y te quedaras con un buen gusto que no le merecen muchas palabras más...
me estás (volviendo) a enganchar a los cuentos...
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