Marcos golpeó el clavo oxidado que se hundió sin dificultad en la arena. Ese era el último. Ahora sólo quedaba atarlos con una cuerda y esperar.
Hacía años que el muchacho se sentía un extraño en aquel pueblo de pescadores llamado Almaro. “ Tú nunca has sabido nada sobre el mar, tu padre nunca lo supo y tus hijos no lo sabrán.” Carmen, su madre, no entendía porqué él se empeñaba en ser constructor; si sus vecinos eran tan pobres que apenas tenían dinero para reparar las barcas. Pero ser el aprendiz del arquitecto, su padre, no significaba que él no supiese de mar. Al contrario, cuando acababa las tareas, Marcos se sentaba en el acantilado, en silencio, y dejaba que las horas le uniesen con la superficie de agua que se extendía hasta el horizonte. Conocía cada tonalidad, cada arruga..., incluso era capaz de adivinar el humor del océano sólo con oler el viento que la espuma salpicaba.
Marcos fue uniendo la fila de clavos como si de nivelar un muro se tratase. Al acabar se subió a una roca y aguardó.
La última semana había notado que la marea era más débil. Que le costaba subir por la playa. Que el mar estaba cansado. No había escuchado nada en el puerto y pensaba que igual estaba proyectando su ánimo sobre las olas. Pero no, sabía que no era eso. Así, cada día, la hilera de clavos estaba más lejos de la orilla; y el mar..., el mar cada día con menos fuerza.
La atmósfera en el pueblo se había enrarecido. Las gaviotas volaban de forma inusual. Y la gente callaba.
Aquella mañana, al despertarse, Marcos tenía los oídos embotados. Al principio no supo por qué pero enseguida se dio cuenta de lo que pasaba. “El mar...” Se vistió rápidamente y salió de casa sin lavarse. “¿Qué le había ocurrido al mar?” Mientras corría hacia la playa adelantó a alguno de sus vecinos que caminaban convocados por una extraña fuerza en la misma dirección. “Pero es que el mar...”
Cuando alcanzó la pequeña cala pudo contemplar las últimas batidas de un oleaje agónico. Y poco a poco fue quedando en calma, como un estanque. Allí reunidos todos los habitantes del pueblo, quietos, sin saber cómo actuar. Tratando de comprender. Finalmente fue Herminia, bisabuela de pescadores, la que habló: “El mar está de luto”. Y nadie se atrevió a decir nada más.
Hacía años que el muchacho se sentía un extraño en aquel pueblo de pescadores llamado Almaro. “ Tú nunca has sabido nada sobre el mar, tu padre nunca lo supo y tus hijos no lo sabrán.” Carmen, su madre, no entendía porqué él se empeñaba en ser constructor; si sus vecinos eran tan pobres que apenas tenían dinero para reparar las barcas. Pero ser el aprendiz del arquitecto, su padre, no significaba que él no supiese de mar. Al contrario, cuando acababa las tareas, Marcos se sentaba en el acantilado, en silencio, y dejaba que las horas le uniesen con la superficie de agua que se extendía hasta el horizonte. Conocía cada tonalidad, cada arruga..., incluso era capaz de adivinar el humor del océano sólo con oler el viento que la espuma salpicaba.
Marcos fue uniendo la fila de clavos como si de nivelar un muro se tratase. Al acabar se subió a una roca y aguardó.
La última semana había notado que la marea era más débil. Que le costaba subir por la playa. Que el mar estaba cansado. No había escuchado nada en el puerto y pensaba que igual estaba proyectando su ánimo sobre las olas. Pero no, sabía que no era eso. Así, cada día, la hilera de clavos estaba más lejos de la orilla; y el mar..., el mar cada día con menos fuerza.
La atmósfera en el pueblo se había enrarecido. Las gaviotas volaban de forma inusual. Y la gente callaba.
Aquella mañana, al despertarse, Marcos tenía los oídos embotados. Al principio no supo por qué pero enseguida se dio cuenta de lo que pasaba. “El mar...” Se vistió rápidamente y salió de casa sin lavarse. “¿Qué le había ocurrido al mar?” Mientras corría hacia la playa adelantó a alguno de sus vecinos que caminaban convocados por una extraña fuerza en la misma dirección. “Pero es que el mar...”
Cuando alcanzó la pequeña cala pudo contemplar las últimas batidas de un oleaje agónico. Y poco a poco fue quedando en calma, como un estanque. Allí reunidos todos los habitantes del pueblo, quietos, sin saber cómo actuar. Tratando de comprender. Finalmente fue Herminia, bisabuela de pescadores, la que habló: “El mar está de luto”. Y nadie se atrevió a decir nada más.
Niñocactus
5 comentarios:
...ay, este cuento te deja una sensación un poco triste no? Creo que ese pueblo me daría un poco de claustrofoia a pesar del mar... Pero bueno, puede que sea porque últimamente paso en la microcueva demasiado tiempo!!de hecho, estoy pensando en hacer un pequeño traslado de velas al cuarto de residentes para sentirme ya como en casa!!
lo dicho, besiños desde la microcueva!!
Me gusta este cuento. Mantiene la atención y disfruta uno leyéndolo. Además, la idea es intereante (aunque es cierto que un poco triste. No creo que ayude a los habitantes de las microcuevas). Pero tengo un problema con tus cuentos: Siempre me quedo con la sensación de que me estoy perdiendo algo importante.
No sabía que ya no estabas en Granada.
Pues sí que hay algo de claustrofóbico y enrarecido en el ambiente del pueblo..., al menos eso quería lograr. De todas formas es la primera parte de un cuentecillo más largo y tendréis que ir leyendo las siguientes para saber qué ocurre. El final, no digo si triste o alegre pero creo que algo esperable cuando sepáis más. Microrrelato por entregas jaja.
Niñocactus buscando sus raíces en Salamanca
Me has quitao un peso de encima. Pero grande: Que no es que yo me haya perdido algo. Es que falta de llegar.
muy bonito...
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