Menudo subidón sentí al hallar una ermita románica buceando en el lago junto a nuestra casa. Ocurrió justo después de la llegada de los artificieros para desactivar la bomba de la Guerra Civil que papá localizó en el bosquecillo. Se armó un caos terrible, con periodistas y todo. Aunque primero apareció el activista medioambiental, con pancarta incluida, para reconocer una especie de ave declarada extinta. Fue mi hermana quien la descubrió por casualidad o, según ella, por el destino. Mamá se enteró la última, había ido a la biblioteca a devolver un libro que había sacado hacía veinte años. Y la abuela, desde el salón, seguía preguntando si alguien había encontrado ya su dentadura.
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