Era la última prueba de las olimpiadas. A su espalda quedaban cuarenta y dos kilómetros de sufrimiento. Sólo ciento noventa y cinco metros lo separaban de la llegada en el estadio olímpico. Y él era, claramente distanciado, el primer clasificado.
No estaba sorprendido. Siempre había sido el mejor. En todo lo que intentaba. Superando, sin paliativos ni misericordia, a todos sus rivales. Sonrió. Dentro de menos de un minuto se haría merecedor de una de las doscientos cincuenta y cinco medallas que se repartían en los juegos.
Este pensamiento hizo que la sonrisa quedara congelada en su rostro. Como una mueca muerta en manos de un mal actor. Iba a ser coronado como otro de los doscientos cincuenta y cinco mejores atletas de estas olimpiadas. No estaba muy seguro, pero creía que ya había habido unas treinta olimpiadas. Era únicamente uno más entre ocho mil. Ocho mil. Nunca había sido alguien tan vulgar. Fue por eso que a falta de tan sólo diez metros para la línea de meta paró su carrera. Mientras el estadio entero contenía el aliento, giró a su derecha y se dirigió a los vestuarios con una sonrisa triunfal.
Ahora sí. Ahora era el único.
5 comentarios:
Me encanto, simplemente genial...
Muy original y bien construido. Te felicito.
Corregida la distancia oficial de la maratón... Y mira que me la he sabido de toda la vida con anécdota incluida!! en fins, los nervios del directo... :P
En la carrera por la calidad no hay línea de meta...
Muy bueno.
un abrazo.
Creo que en esta historia hay un trasfondo mucho más filosófico de lo que hay en apariencia... Si comparamos la maratón con la vida...
Saludos!
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