domingo, 25 de agosto de 2024

Esmog se ubica tan lejos como el lugar más cercano al que nunca iría nadie. Cuando nos adentramos en el humo y la bruma que rodea la ciudad, lo único que percibimos es un gris monótono y desventurado. Incluso las personas pierden su color poco a poco para mimetizarse con el entorno. 
Esmog posee más de dos millones de habitantes, sin embargo ninguno de ellos está censado allí. Se trata, pues, de una gigantesca urbe fantasma. Fábricas, oficinas y bloques enormes con reducidas viviendas lo llenan todo. No hay parques, ni plazas, ni ríos. La gente vive triste. Desearía encontrarse en cualquier otro lugar. Aunque existen pequeñas excepciones. 
Cuando Nuria se cruzó con Cristina percibió un soplo de luz y decidió llenar la calle con huellas de todos los colores. Manuel plantó flores en su ventana el mismo día que conoció a Claudia. Y Abel bordó una amapola en su maletín después de recibir un abrazo de Matías. 
Quizás existe una esperanza para la ciudad en las miradas, las palabras, los encuentros.

sábado, 24 de agosto de 2024

En la espesura

La luz se tamiza entre las hojas de los arboles y cae lentamente sobre las zarzas cubriendo sus espinas. Sólo un pájaro atraviesa el silencio del bosque al mediodía y se sorprende ante la presencia de una joven. Sus pies descalzos se adentran en la espesura. Ningún arañazo rasga su piel, el filo de las piedras se suaviza bajo su peso. Tampoco su ropa muestra jirones, ni un solo desgarro. La muralla de maleza se abre a su paso. ¿Quién es ella? El ave la interroga, canta. La joven le responde con un trino, despliega sus brazos cubiertos de plumas y dice: «Soy el mirlo blanco».

martes, 13 de agosto de 2024

Treinta turistas japoneses


Sonaban las doce campanadas del mediodía cuando escuché el timbre de casa. Me encontraba trabajando en pijama con el ordenador. Todavía me quedaban por responder dieciocho mails y odiaba las interrupciones. Con cierto fastidio, me levanté y me dirigí a abrir la puerta. En el rellano, y ocupando parte de las escaleras por falta de espacio, había treinta turistas japoneses y un guía con un paraguas amarillo. 
Pensé que era algún tipo de broma y busqué la cámara oculta. Podría haber sido cualquiera de las veintisiete Nikon que me apuntaban a la cara. 
 —Señor Martín, ¿habrá recibido el correo que le avisaba de nuestra visita? 
Una negación habría supuesto faltar a la verdad. Como no sabía qué contestar, me limité a sonreír. Obtuve veinte sonrisas de vuelta (no lograba visualizar todos los rostros). Al parecer, lo tomaron como una respuesta afirmativa y fueron pasando uno a uno, haciendo una reverencia de cortesía. 
Bastante desconcertado, decidí unirme al tour por mi propia casa. Para mi sorpresa, había sido el lugar de residencia de un poeta poco valorado en España, pero muy reconocido en el país nipón. En el cuarto donde guardaba la tabla de planchar, y sobre la que podían verse tres pantalones, siete camisas y cuatro calzoncillos, habían visto la luz cinco de sus mejores poemarios. 
No recuerdo ni el motivo ni el momento, quizás llevado por la sorpresa o por intentar quedar como un buen anfitrión, decidí preguntar si alguien deseaba tomar algo. Error. 
Dos minutos después, me encontraba en la cocina preparando veintiún tés, nueve zumos de naranja y seis tostadas con tomate. Como me encontraba algo nervioso, apareció mi faceta verborreica y comencé a hablarles de las catorce plantas que tenía en casa. Todas eran esquejes de alguna otra y, por tanto, todas poseían su propia historia y estaban vinculadas con alguna persona importante para mí. Aquello los conmovió y empezaron a fotografiar el pequeño ecosistema vegetal de mi apartamento. 
Cuando los treinta turistas, con su guía, se despidieron afectuosamente y salieron por la puerta, me pellizqué el brazo varias veces. Para la hora de cenar, ya me había autoconvencido de que nada de lo ocurrido había sido real. Y así se habría quedado el asunto si veinticinco días después no hubiesen comenzado a llegar a mi dirección esquejes procedentes de Japón, todos ellos con su historia particular.

martes, 6 de agosto de 2024

La búsqueda de lo importante



—¡Oh!, venerable anciano, ¿será que me encuentro ante la presencia del sabio Tashi? 
… 
—Entonces, ¿este lugar es el Templo del fin del mundo? 
 —No quería yo..., por supuesto…, si el universo es infinito no podemos decir donde comienza y acaba nada. Yo sólo… 
… 
—El espacio es sólo un constructo, efectivamente. Igual que el tiempo... 
... 
—Mi intención no era comparar ambos parámetros… Yo, en el fondo, llevo casi una vida buscando este lugar para conseguir luz que alumbre algunas de mis preguntas. 
… 
—Pues el caso es que después de tanto caminar he ido olvidando las dudas con las que comencé el viaje. 
… 
—Quizás porque pasados los primeros años mi único objetivo era llegar hasta aquí. 
… 
—Pues lo cierto es que lo que más desearía ahora es estar en casa, sentado en el viejo sillón frente a la ventana con una taza de café humeante entre las manos… 
… 
—Creo que no tengo ninguna. Bueno sí, ¿cómo está usted? 
… 
—¿Nunca nadie se lo preguntó? Pero, ¿tendrá una respuesta? 
… 
—Pues existe una solución para ello. 
… 
—¿Tiene agua y algo con lo que hacer fuego? 
… 
—Estoy seguro de que todavía me queda un poco de café en la mochila. 
… 
—Por supuesto.

lunes, 5 de agosto de 2024

La teoría de los seis grados de separación


Jeremías tenía ocho años, once meses, veintinueve días y unas orejas enormes. Esto podría suponer un problema, de hecho a veces así ocurría; pero, por lo general, a Jeremías no le importaba porque sus orejas le permitían escuchar cosas que nadie más oía: una flor al abrirse, la bicicleta de su padre cuando todavía se encontraba a dos calles de distancia o el sonido del chocolate justo antes de que empezara a hervir. 
El día anterior, cuando tan sólo tenía ocho años, once meses y veintiocho días, escuchó que todos estamos conectados mediante una cadena de cinco personas. No fue gracias al superpoder de sus orejas, sino porque la televisión estaba demasiado alta y hablaban de ello. Jeremías se encontraba en su habitación leyendo su cómic favorito, pero no pudo evitar quedarse con ese dato y pensar en él. «¿Realmente conozco a alguien que conoce a alguien que es amigo de un amigo de una persona que tiene relación con el autor de mi cómic preferido?», y después de imaginarse toda aquella cadena de gente exclamó: 
— ¡Guau! 
Todavía faltaban dos días para que saliese el último número e iba a coincidir con su cumpleaños. No podía tratarse de casualidad y Jeremías presentía que iba ser un tomo muy especial para él. 
La mejor amiga de Jeremías se llamaba Inés. Tenía 10 años, cinco meses y un día. Iban al mismo colegio y se conocieron la mañana en que a Inés se le rompió la mochila. Jeremías escuchó el suspiro de Inés. Nadie más lo oyó, pero nadie más poseía unas orejas como las de Jeremías. Él se ofreció a llevarle la mitad de los libros y ella le regaló un trozo de chocolate. Cuando el niño lo saboreó, Inés sonrió. Era capaz de sentir todos los sabores, incluso los que no estaban en su boca. Jeremías pensó que su nueva amiga tenía la sonrisa más dulce y refrescante del mundo. Pronto descubrió que la vida era más sabrosa a su lado. 
La profesora de Inés tenía poco más de treinta años. Nunca decía su edad y ninguno de sus alumnos sabría calcularla. Ella tenía un don: podía oler las mentiras. Por eso en clase ninguno se atrevía a faltar a la verdad. Ni aunque se tratase de una mentirijilla de nada. También adivinaba el relleno de los bocatas por el olfato, causando gran expectación a la hora del recreo. 
La profesora de Inés tenía un hijo adoptivo de cinco años y medio de edad. Se llamaba Daniel y parecía un abuelo. Su cara estaba surcada de arrugas y nació con el pelo blanco. En la lotería de las enfermedades le había tocado una de las más raras, pero a él no le importaba porque en la lotería de las madres le había tocado la mejor y la más cariñosa. Quizás por las arrugas, quizás porque su piel tenía más años que él, cada caricia de ella se multiplicaba por mil. 
Antes de encontrar a su madre, Daniel había vivido tres años, dos meses y catorce días en una casa de acogida. Durante ese tiempo, Herminio fue como un padre para él. Herminio le había enseñado a observar el mundo, a no fijarse únicamente en lo superficial y a apreciar los detalles importantes. A pesar de poseer tan buen ojo, la presbicia le impedía leer. No por ello a Daniel le faltaron los cuentos. Cada noche le relataba una historia diferente y describía todo de manera tan minuciosa que Daniel sentía el tacto de aquellas escenas en las yemas de los dedos. 
Cuando a Daniel le tocó su madre en la lotería de las madres, a Herminio le mandaron a Guillermo, de seis años y un día. Él había sabido de antemano que iría allí y también sabía que dos años después le enviarían a casa de otro señor con orejas muy grandes y apasionado de los cómics desde pequeño. Guillermo le explicó a Herminio que había nacido con un buen montón de sellos y distintas direcciones, todas ellas ordenadas, por eso sabía cuál sería su próximo destino. Las fechas no siempre quedaban claras porque los matasellos a veces absorbían poca tinta o se emborronaban. Tenía claro que iba a conocer a muchas personas e iba a recorrer muchos lugares. Esto, en vez de ponerle triste, le alegraba. 
Dos años más tarde, tal y como había predicho, Guillermo conoció a Bernabé. Sus orejas eran incluso más grandes de lo que había imaginado. Hablaba despacio, poseía un peculiar sentido del humor y cada tarde llenaba su escritorio de viñetas. Bernabé no sólo amaba los cómics también los escribía. 
—He pensado incluir un nuevo personaje en mi próximo número. Quiero que esté basado en el niño que fui, pero me gustaría llamarlo de otra manera. ¿Se te ocurre algún nombre? 
—Jeremías —respondió Guillermo sin dudarlo. 
Y así fue.

domingo, 4 de agosto de 2024

Lugares


Todas las ciudades encierran lugares invisibles que hechizan a algunas personas que acceden a ellos. No existe ninguna aplicación para geolocalizarlos y, aunque la hubiera, tampoco serviría. No se puede llegar de forma directa, y generalmente es necesario un deambular azaroso, una falta de intención para que surja la magia. Es entonces cuando la luz del atardecer, o una conversación distraída, o tal vez la soledad, el arrullo del viento entre las hojas, o una canción olvidada hace que quien se encuentra allí cobre conciencia del entorno. La ciudad se transforma, los edificios, los semáforos, las bocas de riego, las personas. Y el cuerpo se enraíza allí para siempre, aunque nunca regrese.

sábado, 3 de agosto de 2024

Ladridos


Me acuerdo de los veranos en el pueblo, del callejón de los corrales con su suelo de tierra y su aire dulzón, denso. Atravesarlo suponía una aventura porque justo a mitad del recorrido, tras una puerta desvencijada, escuchábamos los golpes y ladridos de un perro al que imaginábamos descomunal. Los amigos echábamos a correr entre gritos y risas hasta llegar a la plazuela situada en uno de los extremos. Allí nos sentíamos seguros. 
Un año nos propusimos el reto de cruzar aquella travesía sin ser descubiertos por el animal. Nos movíamos despacio, haciéndonos señas, llevándonos un dedo a los labios. Casi siempre nos delataban las risas. En ocasiones, un resbalón o un estornudo. No había forma. Los gruñidos y arañazos contra la madera no tardaban en llegar. Cuanto más silenciosos nos movíamos, mayor era el susto. Luego, en los columpios, nos describíamos sus ojos rojos, la espuma que caía de sus belfos, los dientes como cuchillas, el pelo encrespado, las garras inmensas. 
En mis pesadillas nocturnas, un sabueso fantasmal destrozaba la puerta medio rota y me perseguía hasta que me despertaba. 
Este año regresé al escenario de mis veranos de infancia y descubrí que habían cementado el callejón de los corrales. Lo atravesé con la misma precaución de cuando era niño. No hubo ningún ladrido, ningún ruido... Sólo un silencio dulzón, denso, como el que se escuchaba en el resto del pueblo.