sábado, 3 de agosto de 2024

Ladridos


Me acuerdo de los veranos en el pueblo, del callejón de los corrales con su suelo de tierra y su aire dulzón, denso. Atravesarlo suponía una aventura porque justo a mitad del recorrido, tras una puerta desvencijada, escuchábamos los golpes y ladridos de un perro al que imaginábamos descomunal. Los amigos echábamos a correr entre gritos y risas hasta llegar a la plazuela situada en uno de los extremos. Allí nos sentíamos seguros. 
Un año nos propusimos el reto de cruzar aquella travesía sin ser descubiertos por el animal. Nos movíamos despacio, haciéndonos señas, llevándonos un dedo a los labios. Casi siempre nos delataban las risas. En ocasiones, un resbalón o un estornudo. No había forma. Los gruñidos y arañazos contra la madera no tardaban en llegar. Cuanto más silenciosos nos movíamos, mayor era el susto. Luego, en los columpios, nos describíamos sus ojos rojos, la espuma que caía de sus belfos, los dientes como cuchillas, el pelo encrespado, las garras inmensas. 
En mis pesadillas nocturnas, un sabueso fantasmal destrozaba la puerta medio rota y me perseguía hasta que me despertaba. 
Este año regresé al escenario de mis veranos de infancia y descubrí que habían cementado el callejón de los corrales. Lo atravesé con la misma precaución de cuando era niño. No hubo ningún ladrido, ningún ruido... Sólo un silencio dulzón, denso, como el que se escuchaba en el resto del pueblo.

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