lunes, 5 de agosto de 2024

La teoría de los seis grados de separación


Jeremías tenía ocho años, once meses, veintinueve días y unas orejas enormes. Esto podría suponer un problema, de hecho a veces así ocurría; pero, por lo general, a Jeremías no le importaba porque sus orejas le permitían escuchar cosas que nadie más oía: una flor al abrirse, la bicicleta de su padre cuando todavía se encontraba a dos calles de distancia o el sonido del chocolate justo antes de que empezara a hervir. 
El día anterior, cuando tan sólo tenía ocho años, once meses y veintiocho días, escuchó que todos estamos conectados mediante una cadena de cinco personas. No fue gracias al superpoder de sus orejas, sino porque la televisión estaba demasiado alta y hablaban de ello. Jeremías se encontraba en su habitación leyendo su cómic favorito, pero no pudo evitar quedarse con ese dato y pensar en él. «¿Realmente conozco a alguien que conoce a alguien que es amigo de un amigo de una persona que tiene relación con el autor de mi cómic preferido?», y después de imaginarse toda aquella cadena de gente exclamó: 
— ¡Guau! 
Todavía faltaban dos días para que saliese el último número e iba a coincidir con su cumpleaños. No podía tratarse de casualidad y Jeremías presentía que iba ser un tomo muy especial para él. 
La mejor amiga de Jeremías se llamaba Inés. Tenía 10 años, cinco meses y un día. Iban al mismo colegio y se conocieron la mañana en que a Inés se le rompió la mochila. Jeremías escuchó el suspiro de Inés. Nadie más lo oyó, pero nadie más poseía unas orejas como las de Jeremías. Él se ofreció a llevarle la mitad de los libros y ella le regaló un trozo de chocolate. Cuando el niño lo saboreó, Inés sonrió. Era capaz de sentir todos los sabores, incluso los que no estaban en su boca. Jeremías pensó que su nueva amiga tenía la sonrisa más dulce y refrescante del mundo. Pronto descubrió que la vida era más sabrosa a su lado. 
La profesora de Inés tenía poco más de treinta años. Nunca decía su edad y ninguno de sus alumnos sabría calcularla. Ella tenía un don: podía oler las mentiras. Por eso en clase ninguno se atrevía a faltar a la verdad. Ni aunque se tratase de una mentirijilla de nada. También adivinaba el relleno de los bocatas por el olfato, causando gran expectación a la hora del recreo. 
La profesora de Inés tenía un hijo adoptivo de cinco años y medio de edad. Se llamaba Daniel y parecía un abuelo. Su cara estaba surcada de arrugas y nació con el pelo blanco. En la lotería de las enfermedades le había tocado una de las más raras, pero a él no le importaba porque en la lotería de las madres le había tocado la mejor y la más cariñosa. Quizás por las arrugas, quizás porque su piel tenía más años que él, cada caricia de ella se multiplicaba por mil. 
Antes de encontrar a su madre, Daniel había vivido tres años, dos meses y catorce días en una casa de acogida. Durante ese tiempo, Herminio fue como un padre para él. Herminio le había enseñado a observar el mundo, a no fijarse únicamente en lo superficial y a apreciar los detalles importantes. A pesar de poseer tan buen ojo, la presbicia le impedía leer. No por ello a Daniel le faltaron los cuentos. Cada noche le relataba una historia diferente y describía todo de manera tan minuciosa que Daniel sentía el tacto de aquellas escenas en las yemas de los dedos. 
Cuando a Daniel le tocó su madre en la lotería de las madres, a Herminio le mandaron a Guillermo, de seis años y un día. Él había sabido de antemano que iría allí y también sabía que dos años después le enviarían a casa de otro señor con orejas muy grandes y apasionado de los cómics desde pequeño. Guillermo le explicó a Herminio que había nacido con un buen montón de sellos y distintas direcciones, todas ellas ordenadas, por eso sabía cuál sería su próximo destino. Las fechas no siempre quedaban claras porque los matasellos a veces absorbían poca tinta o se emborronaban. Tenía claro que iba a conocer a muchas personas e iba a recorrer muchos lugares. Esto, en vez de ponerle triste, le alegraba. 
Dos años más tarde, tal y como había predicho, Guillermo conoció a Bernabé. Sus orejas eran incluso más grandes de lo que había imaginado. Hablaba despacio, poseía un peculiar sentido del humor y cada tarde llenaba su escritorio de viñetas. Bernabé no sólo amaba los cómics también los escribía. 
—He pensado incluir un nuevo personaje en mi próximo número. Quiero que esté basado en el niño que fui, pero me gustaría llamarlo de otra manera. ¿Se te ocurre algún nombre? 
—Jeremías —respondió Guillermo sin dudarlo. 
Y así fue.

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