miércoles, 21 de febrero de 2018

El viento triste

Metían los pies en el agua mientras pescaban y sentían el cosquilleo de los peces mordisqueando sus dedos. Los dos niños atrapaban ráfagas de viento junto al río. Para eso usaban distintos tipos de cañas. Algunas fabricadas con hojas de sauce; otras, con campanillas. Las tenían de plumas, de barcos de papel y de jirones de cometas. 
Una tarde atraparon un viento triste. Se quedó enganchado en una astilla. Manuel propuso encerrarlo en una caja y enterrarlo. 
—Es un viento que borra sonrisas y agacha cabezas. 
Pero Luis se negó. Lo dejó jugar entre sus dedos y después lo soltó. 
—También seca lágrimas, ¿sabes? Y hace compañía.
Manuel miró a su amigo preguntándose dónde habría aprendido eso. Pero no dijo nada, solo le abrazó.

jueves, 15 de febrero de 2018

Perder las alas

Su padre le dejaba también conducir la furgoneta. Era mecánico y trucaba el motor para que no pasase de 20 km/h, pero nosotros sentíamos la velocidad en los ojos. Con catorce años viajar sin un adulto en un coche ya es volar. 
Del accidente nos enteramos en la cena. El padre de Manuel había tenido un percance en medio del campo. Ese día la furgoneta estaba sin manipular, Manuel no podía saberlo, y la curva se le echó encima. 
A partir de los catorce años hay un momento en el que uno se hace adulto de golpe. Y, a veces, se deja de volar para siempre.