miércoles, 23 de mayo de 2012

Las natillas de mi abuela


 Y al otro lado de la ventana, nada de nada, la vida permanecía inmóvil desde que mi abuela escondió al tiempo en el reloj de la cocina. Lo encontró el jueves, acurrucado, mientras podaba los rosales. Le daba miedo continuar su curso...
–Voy a ser el peor tiempo de la Historia –repetía­–. Menuda responsabilidad.
Y mi abuela tan tranquila, venga a cocinarle platos de abuela y a cantarle canciones antiguas.
Una mañana se levantó temprano y comenzó a preparar sus natillas especiales. La casa olía tan bien que hasta el tiempo metió prisa al segundero para enfriarlas más rápido.
Esa tarde me sorprendí al escuchar de nuevo el ruido de la ciudad. Todo volvía a ser como antes, sí, pero con un ligero toque de vainilla y canela.

NiñoCactus

martes, 15 de mayo de 2012

El primero de la clase


Se entrenaban para estar muertos los sábados por la tarde. La idea salió de mi tía Matilde, que era una perfeccionista, y todos se apuntaron para no contrariarla. Además, el tío Argimiro refrendó la propuesta con vehemencia, y se moría el primero entre estertorosos ronquidos. Una tarde, Carlitos lo hizo tan bien que no despertaba. Al final tuvieron que llamar al médico, y explicarle lo ocurrido. Tras examinar al pequeño, su cara de estupefacción se tornó grave.
–Siempre fue un muchacho muy aplicado –sentenció la abuela.
Y nadie dijo nada más.

NiñoCactus

domingo, 6 de mayo de 2012

Una mamá perfecta



            Como todos los niños, Camilo pensaba que su madre era la mejor del mundo. Y así lo decía:
–Mi mamá es la mejor. –Después hacía una pequeña pausa para terminar añadiendo–. Si fuese de chocolate, sería perfecta.
Pero eso tampoco le preocupaba demasiado, porque no conocía ninguna mamá de chocolate, ni de gominola, ni siquiera de natillas con galleta. Así pues, su madre seguía siendo la mejor del mundo.
Un tarde se paró frente al escaparate de la pastelería más increíble de toda la ciudad. Allí, entre todos los pasteles, tartas y caramelos, había un anuncio donde se leía: “Hacemos de chocolate lo que usted quiera”. Camilo abrió los ojos como platos. Miró el cartel, luego miró a su madre, luego el cartel otra vez, luego los donuts de colores, y por último la puerta de la tienda.
            –¿Entramos? ¡Por favor, por favor, por favor! –le pidió a su madre tirándole del vestido.
            Dentro olía de maravilla. Tanto que Camilo casi se olvida de por qué estaban allí. Lo recordó en seguida al ver las cajas de trufas sobre el mostrador.
            –Me gustaría hacer a mi mamá de chocolate –dijo carraspeando un poco.
            –Por supuesto –le respondió un viejecillo–, pero tardaré al menos dos horas. ¿Te importaría esperar?
            Y a Camilo no le importó.
            De vuelta a casa, el niño recorrió todo el camino abrazado a su madre. Daba gusto estar cerquita de aquel aroma tan delicioso. Y, además, todavía guardaba un poco el calor. No se separaría nunca de ella, se dijo Camilo. Pero su padre pensaba de otra manera, y esa misma noche le mandó a dormir a su cuarto.
            –Ya eres demasiado mayor para dormir en la cama con nosotros.
            Y cuando su padre decía algo, era mejor no hacérselo repetir.
            Camilo estaba tan contento con su mamá de chocolate que iba con ella a todas partes. Paseaban por la plaza, daban vueltas por el parque, patinaban por el carril bici... Y sonreía al ver al resto de niños mirarle con cara de envidia.  
            Sin embargo, existía un inconveniente terrible que Camilo no tuvo en cuenta al principio. Pronto le entraron ganas de darle un muerdecito a su madre para ver cómo sabía. Y claro, eso no podía hacerlo.
            Cada día le entraba más hambre, y sus tripas rugían sin parar. Hacían tanto ruido que no le dejaban ni ver la tele. Hasta necesitaba dormir con tapones del escándalo que montaban.
            –Por mordisquearle una uña no pasará nada –pensó una mañana.
            Y ese fue su error. Porque después de la uña siguió con el dedo, y no paró hasta terminar con todo. Si le preguntasen, diría ese que era el chocolate más delicioso del mundo.
            Pero como había comido demasiado, al rato comenzó a dolerle la barriga. Y lo peor era que, por glotón, ya no podía llamar a su mamá para que le curase.

NiñoCactus

Cuidado con la ilustración de Luis Rincón:
se les hará la boca agua.

viernes, 4 de mayo de 2012

El guisante sin princesa

 –¿Pero cómo vas a querer tú una princesa? Si eres un guisante –le dijo su madre al pequeño Gonzalo cuando salió de la vaina donde dormía.
­–Pues la quiero –respondió. Y se fue a desayunar sin dar más explicaciones.
Como era fin de semana, y no tenía colegio, Gonzalo se pasó dos días enteros leyendo libros de hadas. Necesitaba saber qué le gusta a una princesa, pues ese es el primer paso para enamorar a una chica. Pero lo que encontró no sabía si le gustaba a él.  
Por un lado, las princesas esperaban a un príncipe azul y él, como todos los guisantes, era bastante verde. Sin embargo, si aguantaba mucho la respiración, pero mucho, mucho, lograba un color violáceo tirando a azul. Y, para no correr el riesgo de asfixiarse, siempre le quedaba la opción de usar un tinte, o buscar a una princesa daltónica.
Por otro lado, y esto era un problema, las princesas andaban siempre metiéndose en líos: que si las secuestra un dragón, que si las hechiza una bruja malvada, que si se caen a un pozo, que si las envían a la otra punta del mundo... En definitiva, ya podía olvidarse de una vida tranquila y apacible. Un rollo.
Además, toda princesa que se precie tiene una laaaarga fila de pretendientes, a cada cual más apuesto y osado. Él era muy mono, su abuela se lo decía cuando iba de visita, pero no sabía si tanto como para sobresalir entre todos aquellos príncipes montados a caballo. Aunque él estaba aprendiendo a domar saltamontes y, con un enorme salto, podía pasar por encima de los demás.
Tampoco podía olvidarse del padre de la princesa. Y es que los reyes siempre andan poniendo condiciones absurdas y pruebas imposibles para evitar casar a sus hijas. Al menos en eso tenía alguna opción, porque siempre vencía quien menos se esperaba. Y, ¿alguien pensaría que un guisante lograría realizar aquellas proezas? Nadie.
El caso es que cada vez le convencía menos encontrar a una princesa remilgada y cursi. Solo encontraba pegas. Muchas. Y no estaba nada, nada seguro.
–Mamá –le dijo el domingo por la noche­ antes de ir a la cama–, tenías razón con eso de las princesas...
–Si ya te lo decía yo... ¿Cuándo me vas a hacer caso?
–Yo lo que quiero es una giganta. Es mil veces mejor. ¡Dónde va a parar!

NiñoCactus

Se inaugura un blog lleno de guisantes y papeles.
¡No se lo pierdan!
Gracias Luis por confiarme el primer cuento.