domingo, 15 de julio de 2007

La cuesta

Vivía en cuesta. En ocasiones cuesta arriba, en ocasiones cuesta abajo. Dependía de cómo se levantase cada mañana.
Había algo bueno en eso de vivir en pendiente. Cuando algo le molestaba sólo tenía que apretarlo con fuerza hasta formar una bola compacta y echarlo a rodar.
Jamás había descendido hasta el final de la larguísima calle; tampoco había imaginado cómo sería aquel lugar.
Una tarde, al salir de su casa para sentarse a leer al sol, descubrió una pequeña pelota arrugada. Había chocado parándose al pie de los sardineles. Era oscura, asimétrica, como si fuera de papel. Se agachó para apreciarla desde más cerca. A esa distancia parecía cambiante en sus pliegues. Miró hacia arriba esperando encontrar a aquel o aquella que la había arrojado. Vio a una niña agazapada tras una puerta entreabierta.
De nuevo se volvió hacia la pelota. Alargó la mano para tocarla. Primero sintió un calambre y luego un cosquilleo comenzó a ascender por su brazo. Sus ojos se llenaron de calor y su boca de frío. Un olor amarillento se instaló en su pecho. Por último comenzaron a hormiguear pasos circulares por la planta de sus pies.
Apartó los dedos y las sensaciones cesaron. La recogió en un pañuelo y se dirigió a la casa de la pequeña que le seguía observando escondida. Al llegar, aquellos ojos le miraron detenidamente. Él no consiguió encontrar alegría o tristeza, tampoco miedo ni curiosidad.
Colocó la bola en las manos de la niña. Se había vuelto brillante. Poco a poco comenzó a desaparecer y, al mismo tiempo, su cuerpecito se fue transformando, arrugando, envejeciendo. Finalmente abrió los párpados y le sonrió una mirada cansada pero llena de vida.
Cuando iba a dar media vuelta para marcharse le distrajo su imagen en el espejo del recibidor. Le pareció que un extraño le observaba.
Ella le tomó suavemente de la mano. Él se dejó guiar. Así comenzaron el descenso; el camino hacia aquello que había sido una vez.
Niñocactus

1 comentario:

Anónimo dijo...

No hay cuesta, por pedregosa que sea, que no puedan subirla dos juntos.
Es una de las cosas que aprendí tras vivir años en una cuesta...